PERDER UN LIBRO
Algo que no me pasa con frecuencia y me produce enorme frustración es la incapacidad de encontrar un libro en mi biblioteca, caótica para el resto y aventurera para mi gusto personal que, habitualmente, disfruto como buscador de tesoros en su propio museo.
Ayer, justo en el precipicio del sueño, nació en mi interior la incontenible necesidad de encontrar un libro como si mi propia vida dependiera de ello. Resulta frustrante fracasar, pero en este caso a mí me produce una terrible angustia existencial porque la gran parte de los habitantes de mi biblioteca son retazos de memoria emocional e imaginario personal. Esos libros han vivido conmigo. Perder uno implica la pérdida de la confirmación física de que sigo anclado al mundo, la prueba de que esas emociones y esos hechos asociados cuando lo estaba leyendo fueron reales. No forman parte sólo de mi imaginación.
Pero esa edición de Ernesto Pérez Zúñiga de "La leyenda de Sleepy Hollow", Calamar ediciones, no aparecía por ninguna parte. Ni poniéndome de puntillas para alcanzar los estantes más altos como quien intenta besar a una diosa y recuerda que a las chicas no les gustan bajitos. Ni arrastrándome como una foca reptante sobre la arena para comprobar los que están a ras del suelo.
Ese libro supone uno de los primeros Halloween 🎃 conscientes de mis hijos. Es de una importancia vital en mi memoria. Puse todo patas arriba y me maldije hasta que, al sonar las tres de la mañana, caí rendido ante la evidencia de que me quedaban escasas horas de descanso porque cada vez me despierto más pronto para llegar más tarde o no llegar a ningún sitio: las he vivido soñando con un horrible monstruo, formado por todas las personas que aún me hacen llorar de desamor, tragándose mis pensamientos alegres, que últimamente no son muchos, cual Saturno devorando a sus hijos.
Esta mañana, tras pelearme por conseguir aparcamiento, cosa cada vez más difícil en mi hospital, sentado en un banco frente a la entrada principal, he comprado de segunda mano esa edición por internet. Me llegará en unos días. Ya ni voy a librerías de viejo. He tocado fondo.
Al volver a casa, mirando distraídamente por el pasillo al ir a ponerme el pijama, he apartado un lomo y ahí estaba el jinete sin cabeza del primer Halloween consciente de mis hijos, y no he podido evitar romper a llorar porque los cuarentones solitarios, raros, gordos, sensibles, desconectados de un mundo donde nos sentimos como alienígenas y que cada día nos resulta más desabrido porque de tan echados a perder, según los caninos de la sociedad moderna, ya solo tenemos pasado y lloramos en silencio en los pasillos -de la soledad, del miedo, del fracaso, incluso de los hospitales-, entre penumbras, sobre nuestros libros...
Los testigos de que hubo momentos que valieron la pena vivirlos. Dentro de poco, tendré dos ejemplares sobre los que llorar.