Diario de un espectro: la virtualidad plomada del celofán

Madrid, 2015. Veintiocho de agosto. Luna casi llena, inmensa, coronada. Viernes que no es viernes salvo por su aislamiento en una isla.

Alicia escapa en silencio a través de la madriguera de conejo disfrazada de Wendy, supongo que para otro Peter Pan con el síndrome menos agudo. La avenida se rellena de ruido de coches y parecen enterarse, por fin, a altas horas de la madrugada, de que ya es casi septiembre: el momento de la cuenta atrás. 

Encuentro espejos allá donde miro y en todos ellos me desvanezco en una virtualidad que no permite traspasarlos: tocarte, verte, escucharte. Una marca de saliva o carmín que permanece en los propios besos sin contrapartida, una respiración ausente en la nuca o un abrazar tu espalda. La transparencia pesa melancólica como el cristal o el mandil plomado que desvía la radiación. Por dúctil que resulte, te torna en invisible; aunque esté ante uno, únicamente se ve del otro lo que se desea ver. 

Hay quien se recubre el cuerpo de celofán durante las noches con la esperanza de disminuir su perímetro a la mañana siguiente. Yo voy extrayendo pliegos de numen de mi cilindro con alma de cartón y, a finales de mes, quizá quede una mera lámina que nadie advertirá cuando flote igual que una bolsa de plástico por el Pacífico desconocido para terminar asfixiando de muerte a una tortuga milenaria producto de haberla confundido con una medusa.

Aunque quizá seguiré flotando, durante décadas, en un limbo no-biodegradable, un punto ciego de no-retorno.

Hasta la próxima grabación y recordad que siempre hay algo bueno y malo en la Verdad: todo el mundo tiene una. 

Buenas Noches Nueva Orleans. 



  

El busto de Lovecraft...

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