Avellanas y talismanes: La Diosa Blanca

Muchos lectores conocen—y en caso contrario, ya lo recuerdo aquí— que mis creencias espirituales son, cuanto menos, «peculiares». Toda religión cuenta con su libro sagrado. Yo guardo el mío como esas Biblias de cómoda de motel estadounidense, con la diferencia de que sí acudo habitualmente al texto. Me refiero a «La Diosa Blanca» de Rovert Graves (sí, sí, el de «Yo, Claudio»), un ensayo histórico del mito poético desde la antigüedad. En su vientre, esta Diosa porta un vasto contenido sobre mitología, esoterismo, creación de la imagen y el ritmo, los temas universales de la Literatura —que se reducen a seis o siete o, si nos ponemos estrictos, a dos: Amor y Muerte— y el viejo transcurrir de la vida que todo escritor ha cantado durante generaciones, el asesinato ritual del año viejo que la Diosa realiza para transformar a su amante en el año nuevo, el ciclo estacional. 

Podría tirarme aquí muchas páginas muy aburridas para el lector habitual de bitácoras digitales divagando sobre las bondades de este tomo. Baste decir que sólo se encuentra traducido en Alianza, que hasta la nueva edición en tapa dura y ampliada (que una persona a la que quiero mucho me regaló las pasadas navidades) sólo existía la de bolsillo, que ya tengo herida y subrayada desde mis tiempos de estudiante fracasado. Aviso a navegantes, no hablamos de lectura ligera para el verano. Por supuesto, tampoco nada económica (esa persona me quería mucho y me conocía muy bien al regalármelo, un presente de amor que el verano hace sudar de melancolía). El saber claro que ocupa lugar: se introduce en un hueco de la billetera.  

En diferentes secciones del libro se pone mucho énfasis en los mitos de la vieja Irlanda y sus seres mágicos, también en los Druidas/poetas que transmitían su saber mediante la tradición oral, a modo de poemas/hechizos y, por supuesto, en el significado simbólico de los árboles y el pulso vivo de la Madre Tierra, una de las personificaciones amables de la Diosa. Por supuesto, el avellano ocupa un lugar de privilegio que se ve traducido a letra del alfabeto secreto de aquellos sacerdotes junto al manzano, el espino blanco, el aliso o el todopoderoso roble. El avellano nunca se quiebra aunque se doble, como el junco, sabe perdonar y olvidar, se caracteriza por su flexibilidad y sus ramas no deben ser cortadas sino «suplicadas» y, en caso de ser merecedores, el espíritu dentro de su tronco dejará caer una de las mismas, implicando un regalo de gran poder como cayado mágico, caracterizándose por firme ligereza y flexibilidad. También es uno de los «¿dioses?» al que se acudía para implorar fertilidad y, en muchos lugares, suelen ofrecerse en tradición avellanas verdes a las mujeres que desean ser madres por encima de todo. 

Cuenta la leyenda que existe un pozo o un lago de agua cristalina, en medio de un claro —cuyo nombre y situación, por supuesto, no mencionaré aquí, más que nada porque ya me gustaría conocerlos—, coronado por los nueve «avellanos de la sabiduría». Producen sin cesar flores y frutos (simbolismo de belleza y verdad: iluminación y epifanía) que dejan caer dentro del agua y del que se alimentan los salmones que viven en ella. Si alguien come de esas avellanas o alguno de los salmones, adquirirá el don de la profecía y la poesía, que no dejan de entrar en el mismo negociado por mucho que los positivistas descreídos y analíticos lo separen (o, por ponernos, desprecien directamente el don de la profecía). La avellana tiene un gran poder, supone una metáfora de la fertilidad, el saber, la belleza y la Verdad. Una ayuda de tiempos de oscuridad. 

Pero creo que he hablado demasiado ya de todo ello. Me quedo con una cosa: el sábado, durante una comida familiar en un restaurante que mostraba cestos rústicos repletos de frutos, se llevaron a mi hija a dar un pequeño paseo, volvió con un regalo, me lo puso en la mano sonriendo como sólo ella sabe después de darme uno de sus besos y abrazos mudos antes de pasar a otra cosa igual de importante como una cuchara o un vaso con agua. Al abrir la mano, en mi palma descansaba, redonda y perfecta, una brillante avellana que ya no abandonará mis bolsillos.  

Todo el mundo necesita un talismán que le proporcione Belleza, Sabiduría y Verdad. Mis hijos son el mío y, mientras no los tenga cerca, me queda esa avellana. 

Hasta la próxima grabación y recordad que siempre hay algo bueno y malo en la Verdad: todo el mundo tiene una. 

Buenas noches, Nueva Orleans.


El busto de Lovecraft...

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