El despertar de un viejo amigo


Dos puntos rojos desvaídos fijos en mí desde las cuencas de la goma blanda de una calavera de Skeletor Congost original de los años ochenta. El busto de Lovecraft se quedó dormido y pienso, sinceramente, si todo fluiría nuevamente de reactivar mi mundo imaginario. 

En la pantalla, el mensaje: "Contraseña no válida".

—¿La ha cambiado recientemente? —me grita la pequeña voz chillona de juguete ochentero. 
—No. Claro que no... Y le ruego, encarecidamente, que no me moleste. Todos los seres imaginarios deben permanecer callados. Ya no soy el que era y menos el de hace quince años. 
—Pues yo probaba a ver si tiene las mayúsculas activadas... —contesta el Skeletor, apoyándose sobre su báculo, coronado con un cráneo de cabra, sentándose en su expositor de metacrilato del estante, mientras un coro de voces ratoniles, que surgen de los demás Skeletor en la estantería, afirman con aprobación. 

Quizá pasen de los treinta, quizá bastantes más. Me refiero sólo a los regulares, no cuento los especiales, ni las diferentes versiones que salieron al mercado. Eso sí, como vienen de diferentes partes del mundo y no tienen problemas para entenderse entre sí, el coro caótico contiene expresiones en francés, portugués brasileño, taiwanés, mexicano e inglés americano. 

Uno, que aún espera envuelto en una mortaja de papel de burbujas a que venza mi pereza para restaurarlo, farfulla amordazado, lo que no resulta impedimento para que intente dar su opinión. 

—Silencio todos... —suplico, pidiendo calma con las manos—. Es sólo de números.
—Pues muy mal, Don Fernando. 

Esa voz no proviene de un muñeco. 
Esa voz es de un amigo. 
Uno que lleva dormido muchos años. 

—Señor Lovecraft...

Salta de la estantería, aterrizando sonoramente sobre su base, sacudiéndose una capa de polvo con rictus de evidente repugnancia. Me mira con sus ojos enormes de dibujo animado y me siento como si abriese un libro favorito perdido en un divorcio. No sé qué me voy a encontrar. 

—¿Pues qué va a encontrar? ¡A mí! ¡Deje de hacerse preguntas estúpidas y, por favor, páseme un poco el plumero! ¡Me repugno! Recuerde que no tengo brazos, soy sólo un busto: lo haría yo mismo si pudiera, tampoco crea que me fio demasiado de usted después de tanto tiempo. 

Empiezo atestarle plumerazos suaves pero sin mucho cariño, formándose una nube de polvo a su alrededor que le provoca tos, estornudos y fieras miradas desaprobatorias. 

»Suficiente... Por favor. Lo que tiene uno que aguantar... Por cierto, Don Fernando, le veo más viejo... Y más cansado. 
—Será porque lo estoy. Además, hace mucho que no imagino. Creo que lo mejor que puede usted hacer... Lo que todos —miro al resto de figuras y seres imaginarios del cuarto— deberían hacer, es volver a sus rígidas posturas de muñeco y adorno y dejar de cobrar vida antes de que esto se descontrole. 
—Mi querido amigo, me parece que, una vez despierto, ya no me apetece volver a dormir. De todos modos, creo que la situación está ya más que descontrolada. A todo esto, ¿queda helado de vainilla? 
—No. No hay helado de vainilla.
—¿Desde cuando somos tan pobres que no tenemos helado de vainilla? Observo, sin duda, que hemos alcanzado un nivel intolerable...
—De un tiempo a esta parte ya sabe bien, querido amigo, que el escapismo y la imaginación la tengo en horas bajas. ¿De qué sirve?

El busto se acerca a mi a saltitos de peana. Emite un ligero sonido de ventosa al avanzar. Me observa, fijamente, de arriba abajo, de abajo a arriba, como un médico explorando a un paciente. 

—¡Estupideces autocumplidas! ¡Todo sigue ahí! Añadiría que, incluso, mejorado aunque oxidado. ¡Vaya pregunta! ¿De qué sirve la fantasía? ¿De qué sirve el escapismo? ¡Es nuestra única forma de soportar el mundo! Dígale a un soldado que está luchando en el frente que desconecte su fantasía de llegar vivo, de ser un héroe... Trate de convencer a cualquier trabajador de esta vida moderna que deje de soñar con las vacaciones o a un enfermo que no viva en su cabeza el momento de curarse por imposible que sea dicha curación. 
—Desde luego, parece convincente...
—Lo afirma sorprendido, como si no hubiera un servidor llevado siempre la razón en absolutamente todo. ¿Cómo ha podido vivir sin mí? 
—No lo sé... Pero más tranquilo.
—¡Delirios egoístas! Usted necesita de su mundo imaginario tanto como los habitantes de dicho mundo lo necesitamos a usted. Fíjese, está tan borracho de realidad que ha olvidado hasta su propia contraseña. ¡Queda mucho trabajo por hacer pero ya hemos empezado y empezar a dar pasos...!
—Ya —contesto—, es la forma de recorrer el camino entero, trozo a trozo. Tiene razón.
—Pues no iba a decir eso... Pero sí, tengo razón, por descontado que la tengo. Veo muchísimas caras nuevas en las paredes. Voy a tener que ir presentándome y dejando clara la jerarquía. ¿Ha recordado la contraseña?

Dejando las manos a su libre albedrío moverse mecánicamente, pulsan una serie de números y el ordenador queda desbloqueado. El Skeletor envuelto en papel de burbujas agita sus patas palmeadas tratando de liberarse, luchando contra el plástico inútilmente.

—Silencio —ordena el busto—. Ahora me encargaré de meteros en vereda a todos. Para empezar, mi nombre es Señor Lovecraft, pero vosotros podéis llamarme, simplemente, "Dios Faraón". 
—Amigo, no se pase, vamos a tener un regreso poco belicoso —suplico.
—De acuerdo, Don Fernando. Por cierto... ¿Recuerda qué iba a hacer en el ordenador cuando se encontró con el problema del bloqueo? 
—Supongo que tratar de imaginar ante una página en blanco. 
—Pues parece que lo ha conseguido... 

El público masivo de Skeletor aplaude y vitorea en diferentes idiomas.

—Sí, desconozco si bien o mal. Pero algo he conseguido. 
—Deje de preocuparse por esas cosas. Estamos más allá del bien y del mal. Ahora, coja un libro, imagine y descanse mientras empiezo a organizar todo esto. Tengo que ponerme al día. 
—Le haré caso, entonces. Buenas noches, señor Lovecraft.
—Buenas noches, Nueva Orleans. 

El busto de Lovecraft...

El busto de Lovecraft...

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