Relato: Plastilina
Me he animado, debido al éxito del anterior, a recuperar relatos que formaron parte del volumen "Montaña rusa". En esta ocasión, creo que era hora de resucitar el famoso "Plastilina", uno de los más celebrados. Publicado por primera vez en la recopilación coral "Frankenstein: diseccionando el mito", luchó por el desaparecido Premio Nocte de aquel año y obtuvo gran éxito de crítica y público en una antología llena de excelentes escritores. Después formó parte de la propia "Montaña Rusa". Disfrutadlo, si os permite la televisión por cable.
Plastilina
No haré un solo movimiento.
Sospecharían de mí.
«Psicosis».
Todas
las historias de amor resultan complicadas.
Suponen
una lucha contra el aislamiento, contra uno mismo. Una contienda entre el bien
y el mal en la que he vuelto a quedar vacío. Quizá para siempre.
Supuse
que acabaría como en las películas románticas de la tele por cable, en las que
todo se repara tras el conflicto. No es cierto; y el contraste lo hace peor. Lo
convierte en la caída del niño solitario cuando descubre que sus muñecos no son
más que trozos moldeados de plástico inerte: nunca pudieron compartir juegos,
llantos o ilusiones. Suponían un recipiente para esperanzas, flores falsas de
los bazares chinos sobre lápidas castigadas por la intemperie. Un corazón de porexpan quebrado. Un resto de cuenco
sin valor arqueológico.
Mamá
siempre la quiso más a ella; con razón. Yo representaba la estatua viviente del
hombre que la abandonó con dos retoños y pocos recursos. No cabía comparación:
soy torpe, desgarbado, salpicado de pecas. Mi hermana poseía la belleza
enigmática y luminosa de una estrella de cine.
«¡Es
una copia de Marilyn Monroe, pero con mis ojos azules! Será actriz. Llegará
lejos. No como tú, inútil, todavía jugando con plastilina porque no sabes hacer
otra cosa. No me extraña que no tengas amigos, ¿quién te querría a ti?».
Me
castigaba si me demoraba demasiado en el baño porque seguro que hacía
porquerías. Me ataba las muñecas al cabecero de la cama toda la noche. Pero lo
que más temía era que me confiscara la plastilina que me regalaba mi hermana.
La guardaba en algún lugar secreto porque se enorgullecía de no deshacerse
nunca de nada: si algo se puede aprovechar, tirarlo es soberbia. En ocasiones,
bajaba a la calle, tensa como el acecho de un zorro, para husmear entre los
contenedores, aun desafiando a los peligros que acechan en las tinieblas de
nuestra ciudad. Nuestro hogar era una amalgama de recuerdos desechados por
otras familias.
Mi
sueño era convertirme en un gran escultor. Crear estatuas tan perfectas, tan
reales, que pareciesen vivas. Así, quizá mi madre podría entregarme una pequeña
parte de su afecto. Practicaba con la plastilina, pero ella aplastaba las
figuras cuando se enfadaba; demasiado a menudo, por cualquier cosa.
«¡Si
no sirves para nada! Terminarás igual que tu padre, cantando borracho y
consumido en algún sucio lugar de los muelles. ¡Ya puedes buscarte una mujer
como mi niña! Si no, estarás más perdido que un colibrí en invierno. Sólo una
mujer puede conseguir el verdadero milagro de engendrar una vida. ¡Yo he parido
un ángel pero también un monstruo, un demonio de mente sucia!». En todos sus gestos
adivinaba una burla, un desprecio hacia mis emociones, una evidencia renovada
de que no estaba destinado a la paz y el placer de la existencia.
Sin
embargo, mi hermana me salvaba. Me redimía. Conocía el escondite secreto de
nuestra madre. No le resultaba complicado devolverme la plastilina. Me besaba
en la frente. Me acunaba en su pecho. Dormía junto a mí, calmando unas lágrimas
que humedecían su camisón de gasa como una tormenta de verano.
Hasta
que, un día, no pudo consolarme más.
Sucedió
una noche de junio. Su primera audición como actriz. Las bombillas carraspeaban
con cada relámpago. Yo había invertido la tarde en configurar un Óscar de
plastilina amarilla, un regalo de felicitación. Llamaron a la puerta. Supuse
que habría perdido las llaves; le ocurría con frecuencia, pero mamá jamás la
regañaba. Salí a recibirla, figura en mano.
Se
trataba de dos policías que, con el uniforme empapado, no se preocuparon de que
mi madre tomase asiento antes de arrojar sus noticias como antorchas sobre una
cabaña. Se desplomó impávida, como una marioneta hueca.
En
un mundo bueno, un joven adolescente nunca debería acudir a identificar un
cuerpo sobre una camilla, en el interior de una bolsa impermeable, extraído de
un congelador humeante. Violada. Golpeada. Abandonada en un soportal por alguna
de las bandas callejeras que recorren las noches. Sus ojos, cerrados. Varios
mechones de su pelo, arrancados. Le habían llenado el rostro de insultos
escritos con rotulador permanente. Apestaba a productos químicos y deyecciones.
Lloré
por última vez sobre aquella piel rígida de muñeca de plástico. Una flor de
tela blanca castigada por la intemperie.
A
mi regreso, mamá no quiso creerme. Sujetaba la efigie del falso premio de cine
esculpido en aquel atardecer de ilusión truncada. Me esforcé por resultar
cariñoso y responsable. Lo negó todo. Yo sólo era un inútil. Un simio incapaz.
Seguía viva. Me había equivocado. No sabía hacer nada bien.
—¡No!
—Grité, mientras la figura rezumaba en su puño cerrado igual que trozo de pan untado
de aceite—. ¡Era ella!
Me
golpeó con una foto de la mesilla. Un marco recogido de la calle, roto por las
esquinas. Me lanzó al suelo de un empujón rabioso mientras presionaba la foto
contra mi cara y el Óscar contra mi boca. Los ojos abiertos de mi hermana. La
mirada de mi madre. La sonrisa de Marilyn Monroe.
—¡Discúlpate
ahora mismo, desagradecido de mierda, que te he dado la vida! ¡Y discúlpate
ante tu hermana! —ordenó, golpeándome la cabeza contra el suelo.
—¿Acaso
me va a servir de algo pedirte perdón a ti? —respondí, forcejeando entre
lágrimas—. ¿La va a devolver la vida que pida perdón a una madre chiflada o a
una foto de un cadáver? ¡Nunca debiste dejarla salir sola tan tarde! ¡Este
mundo es una mierda que se cae a cachos! ¡Una mierda!
—¡Cierra
esa boca sucia o te la cierro! Esto es culpa tuya. ¡Todo es culpa tuya!
¡Deberías haber sido tú! ¡Monstruo! ¡Engendro! ¡Aborto!
—¿Quieres
matarme? ¡Hazlo! ¡Deshazte de tu fallo! ¡Destruye toda tu obra en un solo día!
Si todo es culpa mía, no pasa nada. ¡Me has arrojado un pozo de mierda!
—¡Calla
bicho, demonio! ¡Eres malo! ¡Un hijo de Satanás!
—¿Quieres
jugar con la vida y la muerte? ¡Venga! —Gemí, mientras hundía la plastilina
contra mis labios, mi paladar, mi orgullo—. Satanás estaba acompañado… Yo estoy
jodidamente solo en el infierno que has parido para mí.
Pasé
la noche crucificado contra el cabecero y escupiendo grasa mientras la borrasca
se derretía contra el cristal, con sus nubes lechosas reflejando la
contaminación lumínica, burlándose de mi desgracia.
Abandoné
los sueños de escultura profesional. Tuve que contentarme con un trabajo de
mozo en un gran almacén. Vigilaba mercancías para devolución, escondía lo
inservible lejos del público. Me consolaba lo aislado de aquella nave
industrial: la jaula que me protegía de la gente, de los policías, del dolor y
de mí mismo. No quería amigos ni necesitaba alguien que perder, o a quien hacer
más daño.
Mamá
se pasaba los días observando la foto, aún con restos de mis encías. Igual que
robots con las pilas descargadas, nos habíamos convertido en dos fantasmas
compartiendo la misma casa vacía pero en distinto limbo, invisibles el uno para
el otro. Incapaz de volcar su rabia y frustración sobre otra vasija humana, la
centraba en las cosas inanimadas. No volvió a dirigirme la palabra hasta el día
de su muerte, siete años después de la tragedia. Su última orden, mientras me
tiraba con violencia del pelo, fue que me buscase una mujer de bien como su
niña.
Se
despidió con un mechón sangrando entre los dedos.
Quise
intentarlo; pero no existían mujeres como ella. Quizás no supe encontrarlas.
Era como un pescador inexperto, sin carnada, no hubiera sabido qué hacer si
hubiera picado una pieza. Nunca me ha gustado salir. La existencia tras el
cristal me aterra. Resulta frío, lleno de miradas extrañas de recelo. Los
edificios ocultan la muerte tras cada esquina. Ir al trabajo, al supermercado y
comprar la plastilina en el bazar chino supone un agotador esfuerzo de
autodeterminación.
De
todos modos, vivía sumergido en una pena y una mortificación que mantenía
alejados a los demás; y en especial a las mujeres. Si habitaba una existencia
repleta de desprecio y de cadáveres en vidas miserables, ¿cómo no iban a
despreciarme a mí, el más miserable de todos ellos? En ocasiones, me asaltaban
pulsiones de muerte, de venganza, de odio y de propia destrucción. Me situaban
al borde del abandono, a dejarme arrastrar por la corriente hacia un mar denso
y de cenizas como fluye el humo de las altas chimeneas en esta ciudad con alma
enferma. Si era desgraciado porque el mundo me había arrebatado la esperanza
¿por qué no odiarlo y que todos sus habitantes compartiesen mi desgracia? ¿Por
qué no quemarlo bajo la tormenta y que pudiera renacer libre de dolor, de la
perpetuación cancerígena del propio hombre?
A
veces trataba de leer los pocos libros que había dejado atrás mi padre antes de
esfumarse. Un poco de Milton, un poco de Bukowski, un poco de Palahniuk, un
poco de nada. Mucho de aburrimiento. Lo que me gustaba de verdad eran las
películas clásicas. Dentro de sus imágenes uno podía perderse, dejar de vivir
detrás de un rostro atornillado, de las propias miserias. Aunque la televisión
representase un lujo para los ricos, se había convertido en el único lazo de
unión con la realidad.
El
instalador del cable fue la primera persona que pasó por casa en cinco años.
Sólo media hora. Un ratón grasiento, húmedo de lluvia y repleto de «piercings»
que cascabeleaban con su risa. Mientras decoraba mi suelo con pisadas de barro
no dejó de comentar lo buena que estaba «el pibón» de la foto sobre la repisa.
—¿Es
tu chorva? —dijo señalando con el destornillador.
—Algo
así. Supongo —mentí, mientras recordaba los besos de mi hermana bajo su camisón
húmedo en otra noche de lluvia.
—Una
foto no sustituye a las manitas, aunque estén muy frías de haber lavado los
platos —dijo, entre carcajadas, mientras movía el puño rítmicamente, arriba y
abajo—. Pero ¿para qué están las tías buenas si no? Es duro vivir esperando,
¿verdad?
»Bueno.
Ya he terminado. Le explico cómo funciona. Tenga cuidado con el canal porno. No
están los tiempos para derrochar. Mire, su primera película…
En
la pantalla, iluminada por falsos relámpagos, una mujer repleta de costuras se
alzaba de una mesa de laboratorio con ojos muy abiertos y perdidos mientras un
científico gritaba «¡Está viva!» en blanco y negro.
Aquella
escena no dejó de golpearme la mente. Me cambió la vida. Decidí aplicarme el
consejo.
Dejé
de buscar, de vivir solo.
La
compuse con restos del almacén en el aniversario de su cumpleaños. Nadie la
echaría de menos porque, hasta ese momento, no había nacido. Sólo eran pedazos
acumulando polvo dentro de cajas. Un torso de pechos duros. Piernas de la
sección de lencería, que en otros tiempos exhibían medias de marca pero que
ahora mostraban las junturas. Manos articuladas de madera para estudiantes de
Bellas Artes. Por último, una cabeza de facciones suaves, con la sonrisa
borrada y los ojos azules de mi hermana. Reparé su calvicie con una peluca
rubia de la sección de disfraces. La modelo publicitaria imitaba la pose de
Marilyn Monroe.
Cruzó
la puerta en mis brazos como los recién casados. Dormimos juntos. Por primera
vez, descansé desde aquella noche de lluvia en la que identifiqué a mi hermana
dentro de una bolsa rodeado de policías que me miraban con una mezcla de
superioridad y prisa, de compasión y repugnancia.
Llevábamos
vida sencilla, no necesitábamos más. A ella le gustaba sentarse a mirar
películas en la televisión mientras yo modelaba con plastilina pequeñas
caricaturas de ojos saltones. Los viernes, compraba comida en el restaurante
chino cerca de casa. Un pequeño capricho. Aunque, si derrochaba en platos
caros, sus ojos azules mostraban un destello cruel, familiar: un viento frío y
pasajero, nada más.
Teníamos
ciertas dificultades técnicas, es cierto. En ocasiones, se sentía frustrada por
su carencia de expresión facial. Podía notarlo en su mirada de angustia
reflejada dentro un bucle en el canal de suspense. Encontramos solución en poco
tiempo. No había nada que no pudiera arreglarse con algo de plastilina,
imaginación y destreza. Esculpí unos labios que fundían los de la fotografía de
la repisa con aquellos que me besaban en la frente, desde las simas de mis
recuerdos.
Al día siguiente, sin saber por qué, el mando a
distancia se cayó varias veces al suelo. Supuse que se trataban de meras
casualidades, pero en cada golpe siempre terminaba puesto el canal
pornográfico. Me giré para mirarla, lleno de extrañeza, para terminar
improvisando una sonrisa de picardía en su nueva boca. Teníamos también ese
problema, sin duda. No obstante, al ser hueca por dentro, la solución llego por
sí misma. Nada que no pudiera arreglarse con algo de plastilina, imaginación y
destreza. Esculpí otros labios nuevos que fundían los que mostraba la
televisión con aquellos que se trasparentaban bajo el camisón en las noches de
verano, desde las simas de mis recuerdos. Hice el amor por primera vez. Fuimos
felices. Durante un tiempo.
Todas las historias de sentimientos son
complicadas. Una lucha contra el propio aislamiento que requiere esfuerzo ante
uno mismo. Los destellos de su mirada se hacían, a ratos, más huraños. Dejaron
de gustarle mis figuras de plastilina. No recuerdo si yo mismo las aplastaba,
por amargura. Cada vez con mayor frecuencia, me veía improvisando un rictus de
disgusto en todo su cuerpo. Leve, al principio. Violento y áspero, más tarde.
No conseguía llegar a su interior. En ocasiones, recordaba tanto a mi madre que
tuve que ponerle aquel marco entre sus dedos de junturas oxidadas.
En nuestro segundo aniversario, decidí arreglar
las cosas. Al volver del trabajo, me detuve para comprar en el restaurante
chino. Al fondo del local, varios jóvenes orientales,
vestidos de traje negro, hablaban a gritos mientras bebían licor, golpeaban la
mesa y afirmaban con la cabeza como un perrito de plástico con el cuello móvil.
No estaba el dependiente habitual, un viejo
apergaminado con la camiseta llena de salpicaduras y la uña del meñique
exageradamente larga y repleta de mugre. Una joven con sonrisa inquieta de
labios finos recorría el mostrador como un pez recién llegado al acuario. Media
melena lisa y ojos negros, brillantes de vida. Su voz de colibrí pedaleaba
contra un idioma extranjero y agreste.
—Buena
comida. ¿Come tú solo?
—Sí.
—Aunque
triste, mejor come solo, a veces. Otras no.
—Supongo.
—Chico
guapo —dijo, atusándose el cabello mientras me entregaba las bolsas del
pedido—. Seguro tú no comerá solo mucho tiempo.
En
casa, la discusión resultó más fuerte que nunca porque, al parecer, había
comprado demasiada comida. No quiso acompañarme a la cama. Se quedó en el sofá,
mirando la televisión con un ademán de ira que cincelé lleno de miedo.
Proyectaban Extraños en un tren. Volví a convertirme en jarrón vacío; un pétalo
de tela castigado por la intemperie sobre una tumba.
Comenzamos a reñir con frecuencia pareja a mis
visitas al restaurante chino.
—Chico
guapo. ¿Tú come hoy aquí?
—Sí.
Solo.
—Tú
no solo. Yo aquí contigo. También.
—Nunca
me has dicho cómo te llamas.
—Háo sī mín. Jasmín. Como té.
—Como
la flor.
—Tú
muy durse.
Desprendía
una fragancia a primavera limpia, no el hedor de alcantarilla anegada que me
acompañaba durante el regreso ni el de la fusión entre plástico y grasa con
aroma artificial que me recibía, cada noche, con gesto torcido. Sus ojos
rasgados suponían un manto de calidez frente aquellos azules y muertos en un hogar cada
vez menos hogar, dispersos en el aire, alterando unos sueños en los que me
tendía sobre un campo de jazmín.
Pasaron
los meses. La chica sonriente se convirtió en un faro en la tempestad de mi
vida. Me impulsaba a salir de casa. Ella también parecía mostrar interés por
mí: siempre tenía preparado mi plato favorito y me hacía pequeños descuentos,
regalos distintos a los de los otros clientes. De vez cuando, si no había mucha
gente, me contaba cosas sobre su vida y sus ilusiones por estudiar pintura. Se
encontraba sola en un país extraño donde muchos se burlaban de su forma de
pronunciar. Me rozaba suavemente con sus dedos al entregarme la bolsa de la
comida y yo procuraba colocarme el último en la cola de pedidos y así escuchar
el aleteo de su voz durante unos minutos más.
—¿Chico
guapo viene mañana?
—Yo
creo que sí.
—Entonse yo muy contenta.
Desde
aquella noche, siempre encontraba una flor de jazmín en el interior de la
bolsa.
El
maniquí me resultaba cada día más pesado y denso, como si no fuera hueco. Un
viernes de junio, cambiándolo de sitio, debí resbalar con un resto caído de
plastilina. Salí de la inconsciencia para descubrir la madera de sus manos,
parte del rostro y varios mechones de la peluca salpicados con mi sangre, aún
reciente. Aturdido, compuse un gesto de ira sobre sus labios.
—¿Quién
hase eso a ti?
—Nadie.
Me he caído. Resbalado.
—Mucho
daño por caerse.
—No
es para tanto. No te preocupes.
—Tú
sí me preocupa. Tú no debería sufrir.
Mientras
esperaba el pedido, formé una flor de jazmín con algo de la plastilina que
siempre llevo en el bolsillo. La dejé sobre la bandeja de la cuenta. Con el
corazón de un adolescente que huye de su propio deseo, escapé a toda prisa sin
decir palabra. La lluvia transformaba la calle en un espejo bajo la luz de las
farolas. Escuché mi nombre, a lo lejos, a mi espalda. No quise mirar atrás. De
nuevo, mi nombre; a saltos de colibrí; de zapatos planos y cabello lacio.
Cuando
llegué a casa, apenas podía respirar por la carrera. Encontré a la muñeca
vencida sobre la mesilla. Intenté enderezarla. No fui capaz. El rostro me
ardía. Su mirada fija en la fotografía de mi hermana. No recordaba haber dejado
la televisión encendida. Ponían Niebla en el alma. Una interpretación de Óscar.
Toda la ira se derramó como la basura de una bolsa sobrecargada en un ascensor.
La aticé con la compra aún caliente. Después, cogí aquel marco y comencé a
ensañarme con la cara a golpes de autómata en un reloj de cuco, desconchando su
barniz, sus facciones. Quería borrar aquella mirada azul. Lancé el retrato
contra la pared. Se quebró como un jarrón barato. Me desplomé, llorando
desfallecido.
En
el exterior, arreciaba la tormenta. Sonó el timbre. Esa noche cumplía el
aniversario de la muerte de mi hermana. Volvieron a llamar. El trayecto al
recibidor transcurrió en un sueño. Me pesaba la ropa, empapada de lluvia. Temí
encontrarme con un policía de antaño que me llevase a rastras ante un juguete
roto de facciones orientales. La boca me sabía a grasa de plastilina. Volvieron
a insistir. Un relámpago hizo carraspear las luces. Abrí la puerta.
Era
Jazmín. Empapada. Temblando como un colibrí. La figura que le esculpí llenaba
el hueco de su mano. Se lanzó, de puntillas, a mis brazos. Aplastamos la flor.
Me besó en los labios. Estrechó contra mi pecho sus pechos pequeños. Mezclamos
lágrimas y lluvia sobre su blusa de gasa. Mantuvimos el beso hasta que un
trueno lo interrumpió.
—¿Tú
deja entrar?
—No
puedo. Es muy complicado.
—¿Tú
vive con otra chica o no?
—Estoy
enamorado de ti, de verdad. No quiero perderte.
—Entonces
tú deja entrar. Tú dise todo.
La
conduje al salón. Las presenté.
Se
lo conté todo. Toda la rabia. Todo el dolor. La escultura de mi soledad. Se
arrodilló junto a la muñeca, caída en el suelo como un títere quebrado. Bajé la
vista, me centré en la punta mis pies, esperando un portazo entre los truenos.
Pero sólo noté unos dedos finos y cálidos entre los míos. La miré. Sonreía. Me
obligó a sentarme a su lado. Levantamos el maniquí. Jazmín cogió mi mano y la
abrió. Colocó la palma en el centro de aquel pecho hueco.
—Tú
dise adiós ahora. Mañana, tú y yo,
tiramos pasado a basura. Ahora tú conmigo. Yo cuida a ti. Futuro.
Me
despedí de aquella construcción con los ojos cerrados y un susurro de humildad.
La tormenta había cesado. La tele estaba muda. Sólo quedaba la lluvia contra
las ventanas y unos labios vivos, de nuevo, sobre los míos. Me tendió en la
alfombra de un empujón suave. Se puso a horcajadas sobre mí. La figura cayó al
suelo de un golpe seco, vencida por su peso. Me sobresalté. Pero Jazmín rió,
calmándome, mientras dibujaba una sonrisa sobre mi boca. Al principio, con sus
pulgares, después, con sus pezones. Por primera vez, hicimos el amor. Después,
la llevé en brazos a mi cuarto como una pareja de recién casados. Durmió
desnuda junto a mí.
Me
levanté procurando no despertarla. Quería gritar de júbilo al mundo. Hacerle un
regalo, sorprenderla con un desayuno. Al pasar junto al salón percibí de reojo
la silueta del maniquí, caído entre las sombras: su peluca fosca ladeada en la
cabeza calva. Por un momento, temí que mi felicidad hubiera sido un sueño, pero
sólo se trataba de un viento frío y pasajero. Nada más.
Primero
compré flores y, mientras esperaba en la cola del supermercado, saqué una del
ramo y se la ofrecí a la niña de enfrente. Pendía del yugo de una madre que la
reprendió por aceptar regalos de extraños lanzándome una mirada de furia.
Mientras pagaba unos bollos calientes, ellas cruzaban las puertas automáticas.
La pequeña se despedía con un gesto de la mano. Me pregunté cómo sería tener
una hija.
Fuera
me encontré la flor en el plato de un ciego que suele mendigar caridad para
licor junto a la entrada.
Aun
así, el mundo parecía diferente. Todo era como en las viejas películas de la
televisión por cable donde los buenos siempre ganan, los monstruos se redimen,
el amor prevalece y la justicia no representaba sólo un ideal. Sonreí. ¡Qué
extraña cosa es la felicidad, una vez que ha penetrado en el corazón se aferra
a él como el musgo a la roca!
Al
regresar, llamé en voz alta a Jazmín. No hubo respuesta. El piso se asfixiaba
en sombras. No se distinguía ningún bulto en el salón. Quizá la había bajado al
contenedor. Volví a llamar. La pantalla del televisor, encendida: Matar a un
ruiseñor. Su luz evidenciaba un arañazo sangrante, que recorría la tarima del
pasillo. Apestaba a grasa y aromas artificiales. Los bollos fríos se mezclaron
en el suelo con pétalos húmedos.
Entré
en el dormitorio. El maniquí descansaba inmóvil a los pies de la cama. La
peluca pendía de su oreja. Las pupilas azules se perdían en un mar de ira. Su
pubis: un pozo vacío, de bordes irregulares.
Sobre
el colchón, yacía Jazmín, con las muñecas atadas al cabecero. Golpeada. Herida.
Varios mechones de su pelo arrancados. Los ojos, en blanco, fuera de sus
cuencas en una grotesca caricatura. La fotografía de mi hermana imitando a
Marilyn Monroe sobresalía por su boca, clavada en una masa de plastilina hundida
por la tráquea hasta lo más profundo de su interior.
Lloré
en su piel fría de muñeca de plástico; una flor de tela blanca castigada por la
intemperie; un colibrí abatido. La liberé de sus ataduras y limpié aquel
horrendo sacrificio. Cubrí su cuerpo pequeño con una sábana. Me despedí
colocando la palma de la mano sobre su pecho inmóvil. Acababa de perder lo
único que me importaba en este mundo.
Quemé
aquel maniquí en la bañera. Se derritió igual que la lluvia contra los
cristales. Esperaba gritos, pero se mantuvo muda, inerte, hueca.
Avisé
a la policía: seguro que llevaban mucho tiempo esperando esa llamada. Me
arrestarán. Me encerrarán por la muerte que he engendrado. Pero no importa,
nunca me ha gustado salir. El mundo detrás de los barrotes me aterra, la gente
me odia. Ir al trabajo, al supermercado y comprar la plastilina en el bazar
chino supone un esfuerzo de autodeterminación, una lucha entre el bien y el mal
contra el aislamiento, contra uno mismo. Resulta agotador.
Puede
que me aten a una mesa de laboratorio, me alimenten con ácido intravenoso, me
cubran de suturas o hagan pasar cientos de relámpagos por mi cuerpo incapaz de
la vida. No me importa. Soy un cascarón vacío. Un corazón de porexpan quebrado. Un resto de cuenco
sin valor arqueológico.
Nada
es como en las viejas películas de la televisión por cable.