Montaña rusa: Claxon

Este ha sido uno de los relatos que creo han pasado más desapercibidos de "Montaña rusa". No obstante, habiendo pasado ya varios meses desde el fallecimiento de mi abuelo, creo que era el momento de rendirle este nuevo homenaje ya que es una historia real y que escribí casi como un cronista de su propio relato. 

No paro de echarte de menos, ahora que además te necesito más que nunca, abuelo. 

Tu ausencia es una de las putadas más enormes de mi vida. 

Espero que disfrutéis este Claxon. 

Claxon

Lo llamábamos zapatones y era un hidroavión.
Un hidroavión de madera y con muy mala leche, para ser precisos.
Conocido en todos los campamentos y bases de la costa, lo pilotaba el hermano del que inició la guerra y nos metió en aquella masacre fraticida. A los novatos se les prevenía contra él: el juego iniciático, la broma macabra desgraciadamente real, otro de los horrores que les tocaba descubrir, un nuevo motivo dentro de la bolsa de amenazas con las que perder el sueño.
Se necesita un entretenimiento para mantener la mente ocupada en los momentos de tensión continua y no despeñarse en la locura; para algunos, en especial aquellos que gozan de autoridad desmedida, no hay mayor tentación que entregarse a la vorágine. Estás tan salpicado de sangre que empiezas a desearla. Los hombres, más aún los enemigos, ya nunca serán tus iguales; se transforman en un animal y tú en su depredador. Nada hay comparable a la emoción de la caza, sobre todo si tu presa es incapaz de devolver el golpe.
No había manera de derribarlo. Él —desconozco si sus tropas— gozaba de equipo, suministros, agua fresca y la autoconfianza de la inviolabilidad. A nosotros sólo nos quedaba la esperanza y es algo que no se puede comer ni cargar en un cañón antiaéreo para dispararla.
Aunque se hubiera podido, tampoco contábamos con tanques ni cañones de ningún tipo. ¡Ay, Carmela!
Las órdenes preventivas del mando eran muy simples: nada de sonidos ni luces durante un transporte. Nada que pudiera llamar su atención. Discreción de tumba.
Salía de su base en Palma de Mallorca cerrada la noche, alcanzaba la costa y se dedicaba a sobrevolarla mientras quedase combustible, ametrallando todo lo que apareciese en su campo de visión. Un pájaro de mal agüero, la sombra ceniza del infortunio. Su coto privado cubría desde Valencia hasta casi Cataluña. Su única intención, hacernos la puñeta con permiso de ser el hermano «locatis» del que tenía la sartén por el mango en su cancha de juego. En realidad, le daba igual el bando, incluso inició su andadura en el nuestro.

Llegamos a mitificarlo. Tampoco teníamos algo mejor que hacer con él salvo eso y desear buena suerte al pasar desapercibidos.
Algunos combatían la amenaza con humor; Marcos, por ejemplo, buen jugador de fútbol, muy inteligente e irónico. Había sido dibujante en un periódico de su pueblo antes de comenzar el conflicto.
Un día, en la puerta de las letrinas, ensartado en un clavo lleno de herrumbre, dejó la caricatura que representaba el aparato como un águila bicéfala con alas de madera bajo la luna, embutida en una armadura de tiempos de los Reyes Católicos y calzando botas militares. Escupía obuses imposibles grabados con el símbolo de Falange mientras soportaba con gusto los empellones de un soldado alemán, cejijunto y malhumorado, que la marcaba en el culo con un hierro candente coronado con la esvástica. Ese día nos sentimos algo más libres. El sargento se llevó el dibujo y lo colocó en la estación de radio.
—Ay, Julito, Julito —solía decirme—, esta guerra nos va a dejar bien jodidos. Me parece que, cuando salgamos de esta, no voy a ser capaz de volver a tocar un lápiz. Éste es el último que me queda y del papel, bueno, mejor no te digo de donde saco el papel…
Sostenía un lapicero que pedía clemencia a gritos, mordisqueado por el extremo y casi sin punta, derretido como la vela que lleva luchando horas interminables contra la oscuridad.
»Tú tienes suerte, eres uno de esos que sé que no morirá en esto. Tendrás familia, hijos. Te lo mereces. Yo he perdido ya a todo el mundo, por eso nada me importa una mierda. Eres el único amigo que me queda, por eso te quiero tanto. ¡Y te he conocido aquí hace apenas dos meses! Lo único que no entiendo es que seas del Madrid. Por lo demás, eres un buen chico. Eso sí, ya estando tan sordo como una cacerola, no me quiero imaginar cuando tengas ochenta años.
—No digas tonterías, Marquitos, yo moriré en esto como todos. O no moriremos… y dentro de muchos años nos estaremos riendo de tu dibujo.
—El diablo te escuche, pero yo moriré pronto. Lo vas a ver. Prométeme que te acordarás de mí, que le contarás cuentos a tus nietos sobre cómo peleábamos contra los fascistas codo con codo, como héroes. Les dirás: «Me acuerdo de Marcos, ése sí que era un loco, el tipo se manejaba como nadie con la pistola. Una vez nos asaltaron y, cuando estaban a punto de ametrallarme, apareció desde unos matorrales en los que se había escondido. Se los ventiló a todos y, tras secarse el sudor, me tendió la mano diciendo “Levanta, Julito, que no quedan muchos y tú eres de los valientes”».
—¡Pero qué dices! Si somos conductores y tú no has matado a nadie en tu vida salvo que cuente lo que dibujas en el papel.
—Ya… No quiero caer como una casaca rota en una trinchera perdida durante el asalto a un convoy. Mira, salvo estos dibujos, meter dos goles de falta en el equipo del pueblo y conducir esa mierda de camión de tropas, no he hecho nada de provecho en mi vida, Julio. No sirvo para nada más. Dibujar y meter dos goles. Y eso no vale de nada. Miente, amigo, miente por mí. Que me recuerden como lo que no fui, porque ya nadie me conoce. Prométemelo.
—Te lo prometo, Marcos, te lo prometo.
Pero eso sí que era mentira. Una de las pocas que he dicho en mi vida porque soy muy malo mintiendo. Él era consciente, pero se quedaba satisfecho y seguía, quizá por eso mismo, siendo mi amigo.
Otros, sin embargo, no conseguían mantener la entereza y José era el que lo llevaba peor. Recién cumplidos los dieciséis, enclenque y quebradizo como una cerilla, también de Madrid como yo, fotógrafo y adorador de Pío Baroja. Vivía obsesionado con su novia. Guardaba su fotografía dentro de una Biblia mugrienta y sudada que trataba de mantener a duras penas sus páginas unidas de la igual forma que un ejército perdedor la compostura.
—Esta es Maruja —señalaba a la muchacha de la foto. Expresión severa, el cabello recogido y apelmazado en un moño prieto, las orejas altas y nariz puntiaguda sostenían gafas de gruesos cristales que reducían los ojos, dientes sobresaliendo bajo el labio superior, encorvado y tímido—. ¿A qué es guapa?
—Parece un tejón mojado, chico —contestó Marcos, una vez, cansado después de una guardia—. ¿Es que no hay mujeres mejores por ahí?
—Ella es buena y cándida y…
—Y espero que le haya caído una bomba, porque si no vas a llevar la vida más aburrida del mundo si es que sales de esta guerra y no te fusilan antes o te alcanza zapatones.
Su respuesta fue echarse a temblar tan pálido como el faro enloquecido sobre un mar lechoso de espuma
—¿Tienes que hablarle así? Vamos, Marcos, que es sólo un crío. Tranquilo, Josete, que no te va a pasar nada —susurré.
—Pues para mí es guapa, la más guapa del mundo. Tiene la mano suave. Una vez me dejó besarla en la mejilla, el día que le hice esta fotografía. Luego nos fuimos a pasear por el Retiro. Lee mucho —tartamudeó con la mirada fija en aquel retrato, tratando de defender las virtudes de su amada.
—Claro que sí, Don Juan, que lea es muy importante en una mujer, no me imagino otra cualidad mejor. Tú dale mucho la mano, que es lo único que le vas a tocar en lo que te queda de vida —Marcos se reía amargo, como el tuberculoso que sabe que no durará mucho tiempo.
—¿Tú qué piensas, Julio? —Y me enseñaba la foto. La verdad es que tenía cara de tejón.
—Que lo importante es que te guste a ti y que seas feliz con ella, y viceversa. Eso es todo. El amor es eso, amigo, tratar de hacerse felices.
Pero él se despertó una noche lanzando tales alaridos que pensamos que nos atacaban. Envuelto en sudor y con la cabeza buceando en la almohada, gemía porque le habían robado a su Maruja.
—Estaba a punto de besarla, en el estanque, dentro de las barcas, y el cielo se volvió gris. Soplaba el viento y parecía que iba a desatarse una tormenta. Volaban las hojas secas del verano, pañuelos de muchachas, entradas de taquilla. La gente comenzó a correr en la orilla señalando las alturas y ahí estaba él, rugiendo como un dragón azul y asqueroso de alas coriáceas, vomitando metralla por las aperturas nasales, escupiendo sombras y fragmentos de nuestros camiones y camaradas. Traté de huir, de remar, pero no podía. Maruja se acurrucó en el suelo, inmóvil como una talla de la virgen. Estalló un torbellino que le revolvió el cabello y transformó el estanque en un mar de aguas negras y furiosas, como si ellas también quisieran huir.
»La barca se escoraba, desequilibrándose con la popa hundida por el peso de mi Maruja. Cayó en una de las sacudidas. Se quedó flotando, tiesa y aturdida. Tiraba de ella, pero estaba paralizada por el terror. Sólo susurraba: «ayúdame, ayúdame, sálvame». Se me clavaba el soporte de hierro para los remos, abriéndose camino hacia mis tripas. Entonces amerizó sobre ella y la asió con garras descomunales del tamaño de una noria, parecía la muñeca de una niña perdida entre aquellas uñas sucias de verdín y lapas. Me miró directamente a los ojos con sus pupilas de macho cabrío. Sonrió mostrando los dientes, bayonetas reglamentarias, cuando se la llevó a la boca.
»Ella lanzó un grito desolador, ¡desolador! Y luego calló, calló. Fláccida como un pato más tonto que el buitre. Con un gruñido que me dejó tieso se elevó hacia el cielo de ceniza rociando mi rostro con agua fangosa, robándome la vida. Mi Maruja, mi Maruja. Mi amor.
—Joder tío, estás muy perjudicado! —comentó Marcos, con su tacto habitual—. Tienes unos problemas en la cabeza que no sé ni cómo te han dejado venir al frente.
—Aquí no te dejan venir, sino te obligan a venir —contesté exasperado, rogando comprensión—. Venga, Josete, que ha sido sólo un sueño. Tu novia está bien.
—No es verdad, no es verdad. Aquí ya nadie está bien. Nos hemos ido todos al infierno.
—El infierno no existe, es un invento de curas para domarnos —volvió a escupir Marcos—. Y seguir chupando del bote.
—Pues si no es el infierno, esto se le parece mucho. Padre nuestro, que estás en los cielos…
Su rezo se asfixió en un ataque de tos y después silencio.
Silencio.
Profundo y sofocante a pesar del frío de septiembre en un barracón cerca de la costa. El silencio que sólo puede sentir un sordo. Quizá los otros hablaban, aunque ya empezaba a no escuchar con claridad. Nadie, por cariño, me lo decía a la cara, pero me daba perfecta cuenta de que, a mis espaldas, todos me apodaban «el tapia».
Veía sus rostros, las barbillas buceando sobre el pecho y la luna derramando borrones de tinta china en las hendiduras de sus rostros. Ojos evitando otros ojos. La desazón del equipo al que acaban de marcarle en el primer minuto, que sale cansado y en desventaja. La desolación del que empieza a verlo todo perdido y sin futuro.
De improviso, se levantó Pablito con su sonrisa de adolescente que ha descubierto borracho a un profesor de la universidad. Pablo, poeta y optimista, siempre contento y atrevido. Se movía por la Residencia de Estudiantes, entre intelectuales y bohemios. Ya se estaba quedando calvo en su treintena. Se puso en pie, despreocupado y, con carcajada nasal, cantó mientras marcaba el ritmo haciendo el ganso con las botas.

Zapatones, zapatones…
Zapatones por el aire.
¡Purrum, purrum, purrum!

Zapatones por los mares.
Zapatones por el culo.
¡Purrum, purrum, purrum!

Zapatones, zapatones…
¡Te vas a estrellar por chulo,
te vas a estrellar por chulo!

Compuesta por él, en ese momento y sobre la marcha, con la pericia del prestidigitador que siempre tiene una buena sorpresa en la chistera. Simple, machacona, directa y algo grosera; así son todas las canciones bélicas. Pero cumplía su objetivo: alegrarnos la moral. Juntos comenzamos a entonarla, taconeando con ímpetu de entrega tras cada frase, creciendo en ritmo y risas nuestras voces, provocando un terremoto de moral tan cálido como un beso de mujer o un cumplido del padre o una copa de vino. Al unísono, gritando al cielo, riendo y zapateando hasta caer exhaustos en el suelo, convertimos la desolación en terremoto, la desdicha en broma y la amenaza en esperanza.
Hasta que entró el sargento a interrumpir el recreo y quebró el tocadiscos de nuestras voces mientras nos cuadrábamos en fila.
Misión para la noche siguiente. Transporte de tropas. Grupo de rusos tamaño furgoneta de reparto de pan con las puertas abiertas y muchas ganas de perder la vida por la libertad y el Comunismo a miles de kilómetros de su estepa, en un país de cuyo idioma no articulaban más de dos oraciones seguidas si es que llegaban a explicarse. Juventud, idealismo y ansia de disfrutarlo, de comerse el mundo. Aunque lo que realmente sólo terminaban comiendo algunos hierbajos del campo, los cordones de sus botas o un balazo perdido de mala fortuna que, al menos, les iluminaría con esa extraña y agridulce ilusión de haber fenecido como héroes, no ilusos con demasiadas pulsiones de suicidio.
Cuatro hombres asignados: Marcos, Josete, Pablito y yo. Dos de nosotros siempre en cabina y los demás en «la nevera», acompañando a los rusos bajo la loneta, en turnos de dos horas para no dormirnos mientras navegábamos la oscuridad haciendo menos ruido que un amante en el armario.
Aún así, el propio motor sonaba a tuberculoso en sus últimas toses al arrancarlo, con muy pocas ganas, en plena madrugada, tiritando sobre sus ejes y petardeando hollín por el tubo de escape mientras se montaban rostros de becerro con ojos azules. Eran buenos motores, resistentes, de los de antes, efectivos y poco silenciosos, pero el baquet se construía barato, de madera.
Allí había mucha madera.
—Pues no va mal el cacharro… Desde luego, vibra, pero no mete mucho alboroto ¿verdad Marquitos?
—Joder, Julio, esto parece un tiroteo del escándalo que arma… Cada vez estás más sordo. ¡No sé qué voy a hacer contigo!
—Pues yo te oigo bien —respondí.
No era cierto. Vivía preso en la peor de las trampas: mentirse a uno mismo. Sin embargo, no podía hacer otra cosa.
Pulsó sin vergüenza el claxon a modo de última llamada para la salida. Viajeros al tren. Tuve que subir con aquel hiriente pitido intenso y mareante de fondo que le hacía el coro a las bravatas de Marcos. Bienvenidos todos a bordo del expreso hacia el abismo. ¡Zapatones, allá vamos, hijo de puta!
Le encantaba hacer eso, aporrear aquel claxon, que no era de bello sonido como en esta época sino ruidoso, metálico, te mordía en los oídos, desde otro mundo.
Me coloqué entre dos de los rusos, Pablo enfrente, entre otros dos, mordiéndose la uña del dedo anular, la mirada perdida en ninguna parte como quien sube en un tren desconocido; él nunca estaba triste, tampoco nervioso. Cuando se mordía las uñas es que se encontraba mortalmente aburrido. Entre aquellas montañas pálidas y cejijuntas, somnolientas y adustas, embutidas en casacas mugrientas, se diría que le hubieran sacado desde el vientre de una matrioska.
Surcábamos la noche de luna llena por la carretera de la costa, sufriendo la inquietud de una liebre artrítica lejos de su madriguera en plena temporada de caza. Los faros en la celda de castigo y, a un lado, el precipicio hacia el mar. Una de esas caídas que se esfuerzan por hacerse largas, te ofrecen tiempo para recordar a seres queridos, gritar igual que un gato a la hora del baño y maldecir cada una de las circunstancias que te llevaron allí antes de llenarte la boca de espuma salada y guijarros de tus propios dientes.
Supongo que es peor que morir de un tiro, pero en realidad no lo sé.
Una vez te acostumbras al traqueteo del firme, descuidado por la ausencia de mantenimiento durante un conflicto, y a las congestiones de un motor igual de descuidado por las mismas causas, distingues el rumor de las olas descerrajando sus puñetazos contra la pared del acantilado a ver si lo tumban a base de pesadez. La brisa dulzona e insistente sacude los ramajes de genistas, naranjos y carrascas. La brasa crepitante de un cigarrillo extranjero salpica de escarlata cualquier rostro, sacándolo a lo bruto del infierno por unos instantes. Jadeos anegados de zozobra y amenaza. El graznido y ulular de cualquier ave nocturna que se cruce en su prisa ponen a prueba los nervios a flor de piel del conductor.
Es entonces cuando la oscuridad comienza a hablarte, a su manera, susurrando al oído.
Por dentro.
Cualquiera que se haya desvelado de improviso, en total soledad, los ojos cerrados en el seno de la negrura cósmica y asfixiante, con esa aplastante sensación de resultar la única alma consciente en toda la creación, puede escuchar las tinieblas. Un rumor de marabunta marchita, un terremoto amortiguado bajo muchos colchones de inconsciencia.
En realidad, te habla pero no existe sonido alguno, como si un enorme pozo se hubiera tragado toda la vida, el fuego de las estrellas y sólo quedasen nebulosas igual que cadáveres fríos flotando en un vacío absoluto, eterno, siempre al borde de estrellarse unas con otras, algo que, en el fondo, nunca sucede porque así está previsto. El tiempo y el espacio se distorsionan para transformarse en un cementerio ciclópeo circundado por caballones secos, donde los guijarros tratan de echar raíces hasta donde alcanza la vista.
Un baile de autómatas sin música.
Los dioses son entidades perezosas y ególatras, con muy poco tiempo para ocuparse de unos asuntos humanos que le importan más bien poco. Por eso suelen buscarse un portavoz, un pelota mensajero, un Metatrón con tantas ganas de lucirse y liarla como un abogado en un divorcio.
La oscuridad, para esas cosas, le encarga al miedo su trabajo sucio.
Y el miedo te sale al paso haciéndose el encontradizo igual que ese conocido pelma que no para de contarte sus penas, pormenorizada e interminablemente, a sol y a sombra, sin descanso, cuando vas con mucha prisa. Te dice todo lo que no deseas escuchar, lo que te espera después, describe las enormes fauces del olvido, la melancolía, la sempiterna espera en una estación abandonada, sin revisor, ni pasajeros que no dejan de comprobar sus billetes, tampoco mendigos malhumorados durmiendo en los bancos o megafonía que anuncie retrasos por fuerza mayor. El aislamiento integral en el que no representas más que un pequeño grano de arena dentro de una playa, vetusta y malsana, en pleno invierno.
La nada. El cero absoluto. El vacío.
Y buceando por ese vacío, el raspar de las hélices de zapatones.
Estaba ahí, fuera, aguardando a que cometiésemos un error y el infierno se pusiera de su parte.
Todos lo sabíamos, incluso los rusos. Les costaba pronunciar «república» pero decían «zapatones» a la perfección, incluso marcando la zeta. Hasta tal punto se había extendido el mito.
Quizá lo habíamos extendido y la culpa era nuestra. Sólo nuestra por otorgarle ese poder.
Ya daba lo mismo. No había vuelta atrás. Estábamos presos en una parábola hacia el fin de los días. El miedo se gustaba a sí mismo y se estaba marcando una soflama hitleriana con la que se estaba quedando muy a gusto.
Comenzamos a escuchar indicios del hidroavión por todas partes, se nos había colado dentro como un gusano en las tripas de un cadáver. Nos aferrábamos a los fusiles, a las rodillas, a los codos cruzados sobre el pecho. La loneta amenazaba con ceñirse sobre nosotros, dejando cada vez menos espacio para respirar, como si todo se estrechase paulatinamente en la penumbra. Hasta la carretera que íbamos dejando atrás parecía angostarse en una delgada cinta negra que saliera de un bolsillo. Nosotros la íbamos generando en nuestro avance como las estelas de un navío perdido entre las olas.
Olas que no suponían problema ninguno para nuestro dragón. Podría amerizar en ellas como un anfibio monstruoso siempre incólume, indestructible.
Se necesita un entretenimiento para mantener la mente ocupada en los momentos de tensión continua y no despeñarse en la locura. Pero, la mayoría de las veces, no se encuentra.

Zapatones, zapatones…
Zapatones por el aire.

O lo tenemos delante de nuestras narices y el terror no nos permite verlo.

            Zapatones por los mares.

Pablo sólo susurraba la canción, no podíamos permitirnos más pero nos valía, vaya si nos valía. Tanto como si se hubiera encendido una hoguera y todos nos fuéramos armando con una antorcha para defendernos de la amenaza invisible.

Zapatones por el culo…
Purrum, purrum, purrum.

Los rusos coreaban cada «purrum» como por debajo de una gruesa manta, permitiéndose unas palmadas sordas y discretas. Sonriendo. La canción continuó con solemnidad de rito. Cuando el hombre no puede aferrarse a una realidad excesivamente agreste, le quedan sólo el humor, la esperanza y la fe.

¡Te vas a estrellar por chulo!

Sonreíamos. A pesar de que sobrevolaba nuestras cabezas, de que no nos conocíamos de nada, de que con total seguridad moriríamos muy pronto, quizá en esa misma hora. Pero, durante un momento, dejamos de temer.

Zapatones por el aire.

 Incluso tardamos un rato largo en darnos cuenta de que el camión se había detenido en mitad de la nada.

Zapatones por el culo.

Desconozco la cantidad de tiempo que permanecimos en aquella situación de isla perdida entre angustia y ansia. Lo peor de una espera son esos momentos previos. Un estremecimiento dentro del pecho, en la forma de latir el corazón como si pudiera tocarte la tráquea. Te dice que algo está a punto de ocurrir.
Pero si no ocurre nada, y se alargan los minutos hasta que casi parecen días enteros de una rutina sin motivo aparente, mientras las cuerdas vocales y los músculos se agarrotan, es cuando quieres gritar igual que un adolescente que cae en la cuenta de que ha matado a su madre y nunca volverá a verla. Tendrá que pedir perdón para siempre a una lápida si es que logra salir con vida, algún día, del presidio.
Y jamás tendrá una respuesta.
La auténtica tortura del infierno debe ser una inanidad infinita en fila india aguardando a que te toque el turno.

¡Te vas a estrellar por chulo!

No conseguía sacarme del oído la maldita canción.
           
            ¡Te vas a estrellar por chulo!

Seguíamos parados.
Me aferré a mi arma con manos sudorosas dudando entre apostarme a la defensiva o, directamente, descerrajarme un tiro.

¡Purrum! ¡Purrum! ¡Purrum!

El rostro exasperado de Marcos surgió por la lona trasera como un fantasma tras las cortinas del castillo de cuento. Le seguía el de José, aferrado a su libro y su foto, con ese peso en las cejas que sólo puede provocar una culpa arrojada a las espaldas durante más de una hora.
—A ver, Julito, a la cabina de copiloto, el relevo ahora mismo. Josete me tiene hasta las narices con sus rezos y su maldita novia. No puedo conducir con un tipo cagado de miedo al lado que, encima, no es capaz de cerrar la boca. Porque el miedo uno se lo puede quedar guardadito en los calzoncillos, pero no saber cerrar la boca... Eso tiene delito.
José se subió con la expresión del niño al que le han castigado por hablar con su amigo imaginario durante un examen.
—Venga, Josete, ponte cómodo, que en la parte de atrás tenemos una buena montada —dijo Pablo, dándole unas palmadas en la espalda—. Hay bocadillos de jamón, anís y estos camarradas sobriéticos me han prometido que van a venir unas rubias parra nada éticas.
Los rusos, por supuesto, asentían con esa sonrisa fraternal e idiota del que no se está enterando de absolutamente nada pero no quiere admitirlo.
»¡Y tú, Julito! A vigilar, que ya te avisamos si eso cuando empiece la juerga.
—¡Es para hoy, Julio! —Masculló Marcos—. ¿O prefieres quedarte aquí esperando a zapatones? ¡Estamos expuestos e indefensos! ¿Enciendo los faros y tocamos el claxon por si aún no se ha dado cuenta el cabronazo?
La perspectiva de un viaje con Marcos enojado no resultaba para nada halagüeña pero teníamos una misión que cumplir.
Bajé del camión para recibir el gélido respirar de la noche y, por un instante, deseé como un idiota que esta se tratase de mi noche más oscura, la definitiva de todas porque, en comparativa, hay cosas mucho peores en la vida que caer en una guerra: ver morirse a un nieto o sufrir a un hijo porque una mujer no le quiere, perder lo que amas…
Aunque durante esos años amaba, para ser sinceros, muy pocas cosas. No tenía noticias de mi familia. Aquellos a los que podía llamar amigos se encontraban en el interior de ese maldito camión de madera que recordaba un ataúd con sus tablones medio sueltos y podridos que se desflecaban como un cartel de propaganda de guerra que invita a marchar al frente y combatir al invasor.
Compartíamos destino, todos, sin importar qué suerte se nos tenía reservada a lo largo de aquel viacrucis en voto de silencio por la calzada. El horizonte apenas se dejaba ver bajo el rielar de la luna en el Mediterráneo. Creía en su existencia, era materia de fe.
Recibí una enorme y malhumorada colleja cariñosa. Al gírame, descubrí a Marcos gesticulando frenético.
En qué...
Con un cigarrillo en la boca que bailaba al abrirse y cerrarse.
…Pensando...
Mientras me sujetaba de la solapa de la guerrera con la mano derecha.
¿Me oyes?
Me zarandeaba con la izquierda por la manga.
Zapatones...
Le asentía con la misma cara de idiota que los rusos.
Julio...
 —¿Me escuchas maldito sordo?
De pronto parece que alguien hubiera subido hasta el máximo el volumen de retransmisión del planeta.
—Sí. No me grites, hombre, que es de muy mala educación. Háblame clarito.
—No estoy gritando. Es que te apagas. Te desconectas. Julio, de verdad, tú no estás como para el frente.
—Que yo sepa, soy sólo un transportista. No estamos en el frente, Marquitos. Estás más obsesionado con eso que con zapatones. Y, sí, estás gritando. Parece que quieras llamar su atención y así tener esa muerte violenta y heroica con la que tanto sueñas.
—Que te zurzan. ¡Sube ahora! Yo sigo al volante, mantente despierto —dijo, subiéndose al camión.
—Pero debes estar hecho polvo. ¿Por qué no conduzco y que se venga Pablito, por ejemplo, y tú descansas un poco atrás y duermes?
—Tienes más cara de cansado que yo. ¡Sube o aquí te quedas!
No volvimos a cruzar palabra.
La guardia en la cabina resultaba muchísimo más agotadora. La misma negrura envolviéndote, siempre, con su manta asfixiante pero con la obligación de mantenerse alerta, escudriñándola en busca de posibles peligros, emboscadas, animales perdidos, asaltantes que no pertenecían a ningún bando salvo el suyo y demás obstáculos imprevistos que te puedan, con buena suerte, sólo hacer derrapar.
Con mala, ahí tienes el acantilado.
Bajo el carraspeo del motor, sólo contábamos con la luz de la luna para sugerirnos el camino, el contorno impreciso de las cosas. Los árboles, las agujas del salpicadero, la brasa del cigarrillo de Marcos que teñía el habitáculo de sangre con cada calada mientras sujetaba somnoliento aquel famélico volante con el botón circular del claxon en su centro.
A mis pies, algo crepitó. Un viejo papel de periódico, deteriorado y grasiento, imperceptible apenas las letras.
Como nuestros ánimos.
El silencio negro, hierático, puede convertirse en un amigo travieso. Comencé a doblarlo formando un barquito de papel. Juraría que comenzaba a llover pero no veía gotas en el parabrisas ni me llegó el aroma característico del ozono previo a la tormenta. Quizá es que estaba llorando. Un barquito igual que aquellos que solía hacerle a mi hermano en nuestra niñez no tan lejana. Mi hermano, siempre tan imprudente, tan infantil, tan juguetón como un amigo que te pide que cierres los ojos porque quiere darte una sorpresa.
El barquito, una vez salido del astillero de mis dedos, se convirtió entre las sombras en uno que mi hermano lanzó callé abajo durante una tarde de lluvia. Deseaba probar su entereza en el torrente furioso que manaba junto al bordillo. Terminó naufragando contra la hambrienta boca de una alcantarilla.
Quisimos recuperar el barquito, mojándonos zapatos y rodillas. Pese a la segura represalia de nuestra madre, nos asomamos a esa alcantarilla que parecía beberse toda la inmundicia y la sangre de nuestro país. Tuve que tumbarme para poder meter la mano. Se había quedado pegado a una pared. Podría hacer otro, pero mi hermano quería ese. Me empapé la camisa y pantalones. Casi podía rozarlo con la punta de los dedos.
Venga Julio, ya lo tienes.
Me estiré un poco más. Apenas podía respirar por el agua que se derramaba por mi rostro a borbotones. Ya casi era mío. Me ahogaba. Tosía. Cerré los ojos, cegado por esas aguas pestilentes. Mi hombro encajado en aquellas fauces.
¡Cuidado, Julio, cuidado!
Un coche. Mi cuerpo en su camino. Mi brazo dormido en hormigueo. Dolor. No conseguía alejarme. Preso. Pitido brutal y agudo. Sal y suciedad en la boca. Tambaleo de barca en la tempestad. Faros encendidos. Claxon.
Abrí los ojos
La luz me permitía ver la sangre que brotaba de la frente hacia la boca y la pechera. Tenía el brazo preso en el asiento, aún con el barco de periódico en la mano, arrugado en una bola húmeda.
Nos habíamos quedado dormidos. El camión había derrapado, estrellándose en la cuneta, ruedas arriba, con los faros encendidos hacia el cielo, desafiantes.
Marcos, como una mariposa muerta, se inclinaba sujeto por un tablón que le atravesaba desde la espalda y le nacía del pecho formando un ramo de rosas en estallido incandescente de primavera. La punta del madero se encajaba directa al volante, presionando el claxon, originando un quejido incombustible y sardónico, inundando la costa con su llanto de lactante que se desvela en el orfanato de madrugada.
Por más que trataba de mover el cadáver de Marcos para apagar los faros y el reclamo, sólo conseguía que el claxon gritase con más fuerza.

Zapatones, zapatones…

Conseguí desatrancar mi puerta y bajé al viento gélido. Corrí, confuso, a pedir ayuda a alguien de la parte de atrás, a mis amigos. Pero ya no existían ni Pablito, ni Josete, ni siquiera los rusos.
Aquello era una enorme fosa común de cuerpos masticados por astillas y herrumbre, un hedor a gasolina con vísceras, cantando a la muerte entre un espectáculo de luces de faros y bocina histérica. Un coro incandescente de lobos desenfrenados que invocaba, con su alarido paroxístico y brutal, a que el hidroavión apareciese entre las estrellas igual que un dios antiguo y blasfemo.
Algo me golpeó en la cara empujado por el viento. Un papel grueso y suave. La foto de José. Allí estaba Maruja, mirándome con su rostro de tejón, en el día más feliz de su vida. No tendrían jamás la oportunidad de disfrutar otro semejante. Otro golpe de corriente me lo arrancó y se lo llevó volando hacia el acantilado.
El destino tiene muy mala leche.

Zapatones por el aire…

Creo que fue entonces cuando me volví loco, cuando comencé a gritar y a reír y a llorar a un mismo tiempo y salí justo al centro de la carretera igual que un actor demasiado metido en el papel y aturdido por los focos. Bajo aquel quejido incesante, malsano, de becerro en el matadero, me parecía escuchar el rugido sediento del dragón que venía a devorar nuestra carroña.
Grité.
—¡Aquí me tienes, vamos, te estoy esperando! ¡Es el momento! ¡Me llevas persiguiendo desde el principio! ¡Soy tuyo!
Chillaba, chillaba con los brazos extendidos. El camión igual que una tortuga seca. Los faros resaltando la niebla de forma espectral. El claxon de metal chirriante sin perder su fuelle ni sus ganas de hendirlo todo.
Pataleaba el suelo con las botas manchadas de barro y sangre, haciendo muecas, pedorretas, entonando la canción que compuso Pablo. Ya no me importaba nada. No tenía nada. La guerra me había arrebatado aquello que una vez llegué a amar. Incluso a mi hermano.
Caí, primero de rodillas, luego de espaldas, notando la aspereza del asfalto viejo contra mi piel. Respirando la brisa marina acunado por aquel claxon que nunca se cansaría y esperando de una vez a la muerte, entregándome a la oscuridad.
Al silencio.

Zapatones por los mares…

Desperté en un hospital de campaña.
No recordaba, ni quería hacerlo, cuánto llevaba inconsciente. Me encontraron a los dos días justo donde me desmayé, famélico y delirando por la fiebre.
Cuando informé a mis superiores acerca de todo lo sucedido, me miraron con un profundo candor irónico porque no entendía cómo habíamos tenido la suerte de librarnos del ojo del hidroavión.

Zapatones por el culo…

Me enteré de que se había precipitado en el mar, abatido durante un asalto absurdo que el bando contrario realizó con apoyo aéreo italiano al puerto de Valencia. No se encontró nada de aquel cacharro ni de su piloto salvo un alerón de madera flotando a la deriva entre los restos de la batalla. Hoy se exhibe en el Museo del Ejército.
Eso sucedió la noche antes de nuestro accidente. Nuestra imaginación siempre peleó contra un fantasma.

¡Te vas a estrellar por chulo!

Ahora tengo noventa y cinco años, apenas logro oír nada aunque lo intento y a nadie, aunque pueda, le interesa escucharme. Además, yo no puedo ir por el mundo molestando a la gente y contando batallitas.
Vivo en una sordera perpetua y ha pasado mucho tiempo desde aquel conflicto. Las heridas no se han curado del todo y yo, al menos una vez por semana, me despierto, en medio de la noche, con el pitido desenfrenado de aquel claxon aullando nítidamente.
Dentro de mis oídos.
Jamás consigo volver a dormirme.

¡Purrum! ¡Purrum! ¡Purrum!

El busto de Lovecraft...

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