Relato: "La bruja"

La bruja
-pertenece al libro "Montaña rusa" (Vitruvio)-

Double, double toil and trouble;
Fire burn and cauldron bubble.
«Macbeth» William Shakespeare..

Tres de la madrugada.
Hora del Demonio.
Dentro del cajón de volantes pendientes de Urgencias, las hojas de peticiones bien podrían considerarse una novela negra lista para encuadernar.
Eduardo no estaba para gaitas porque aún conservaba espíritu; no se había metido en el coco que se trataba de «una de esas noches» que debes cabalgar.
El uniforme se le adhería al cuerpo como el papel de hornear a las magdalenas, una bolsa de orina se había derramado sobre los orificios de sus zuecos y todos los borrachos pendencieros y ancianos delicados de la ciudad parecían necesitar de inmediato una prueba radiodiagnóstica que certificase médicamente su condición.
Es uno de los «Técnico de Radiología», profesión que deja a cualquiera con un silencio idiota en los labios hasta que se añade: ¿Sabes el tipo que te hace las radiografías, gritando que no respires ni te muevas, o te mete en un trasto que recuerda a una lavadora espacial? Pues eso.
Después se suele escuchar un «Oh», con la vocal alargada hasta el extremo y el tono de contemplar un amanecer; pero disfraza laextrañeza del que se levanta resacoso a comprar el pan y se cruza con un gato en patinete.
Para los que no saben nada, el sacerdote tras la maquinaria esotérica.
Para los que están por encima, el mono amaestrado que aprieta un botón.
Una profesión sanitaria como cualquier otra porque al huésped hospitalario sólo le importa que un tipo en pijama blanco le diga que todo fue una tímida advertencia y podrá seguir dándole leña al mono hasta el próximo jamacuco.
Así es la vida, depende de tu puesto en la cadena.
La compañera trataba de que una madre jovencísima no perdiese los nervios al sujetar el cráneo a su hija de cinco meses, que se había metido un trompazo mientras le cambiaban el pañal sobre la cama.
Cuando Eduardo se disponía a ayudarla, un grito del celador cruzó desde la otra punta del servicio.
—¡Ya os he traído el TAC!
—¡Voy para allá!
Informó a la compañera que la dejaba sola y metió la directa para quitarse el asunto de encima rapidito. La oscuridad transforma los corredores de un hospital en pasillos de casa embrujada. Las ventanas vomitan al suelo lechosos charcos asimétricos lunares. Las pocas luces encendidas, a codo con las de emergencia, intentan a base de resplandor mortecino plantar cara a la oscuridad, externa e interna, sin apenas conseguir más que unas tinieblas oníricas y enfermizas, a punto de derrumbarse. Paradójicamente, la ausencia de iluminación pura resalta cada pequeña grieta del techo o desconchón en las paredes producto del roce al transportar las camas con prisa.
Por el día, a nadie le suelen llamar la atención.
De noche, hasta en plena ola de calor provocan escalofríos.
Entró en la sala de exploración, cegadora de halógenos blancos, final del túnel en experiencia cercana a la muerte y gelidez de cámara frigorífica. A las cuarenta coronas del escáner, ardiendo como un obseso sexual en la sección de lencería a pesar del climatizador a todo tren, se les pasaba por la mente abdicar. El enorme donut tecnológico del gantry bostezaba por su orificio boca-ano en comunicación directa sin aparato digestivo de por medio. Un trasto de un porrón de millones a costa de los contribuyentes, envergadura de monovolumen y delicadeza de orquídea para que los hombres-medicina modernos puedan verte los entresijos, desde los diferentes planos del espacio, sin cortar carne. El culmen de la radiación controlada para dummies. Zumbaba perezoso, flanqueado por sus pilotos parpadeantes de ciencia ficción cuyo significado desconocen hasta los propios fabricantes.
Sentada en silla de ruedas, esperaba la bruja.
Una deformidad embutida en camisón azul pálido reglamentario, sus más de ciento cincuenta kilos se encarnaban en fofos pliegues de tripa gibosa descansando sobre los muslos. Piernas celulíticas, salpicadas de pústulas y heridas. Los pies, repugnantemente hinchados, trataban de mantenerse dentro de unas zapatillas de andar por casa, repletas de roturas. Sobresalía la uña del dedo gordo izquierdo que —semejante a las de sus manos de callosidades nudosas— se curvaba en pico de loro desportillado, marrón rojizo, acumulando mugre dentro de sus cavidades y hendiduras. Los pechos flácidos se extendían por todo su perímetro, formando un colgajo neumático que se internaba debajo de las axilas, sólo distinguibles de los brazos por la ropa. La cabeza se incrustaba directamente en el torso, coronándose de un pelo gris grasiento e irregularmente lampiño que apenas cubría sus orejas descolgadas. Caía en mechones irregulares sobre la frente y las cejas, que unían su recorrido en el puente de una nariz ganchuda cuyas aletas enmarcaban dos fosas, semejantes a cuevas vomitando follaje seco, por las que se aventuraban las «gafas» de oxígeno. Los ojos, globos sin pestañas de esclerótica amarillenta, perdidos en la inmensidad, trataban de huir de las cuencas hundidas que conformaban un contorno de valle volcánico. Iris de distinto color, gris ceniza y burdeos profundo. Heterocromía. Cogía aire pesadamente en enormes bocanadas crepitantes.
Eduardo volvió a repetirse que no era su cometido juzgar a nadie, sino atenderle, así que comenzó con el protocolo:
Mismo número de historia en volante y pulsera de identificación.
Correcto.
TC CEREBRAL: motivo, desorientación errática.
Desde luego, lo parece.
No necesario contraste intravenoso.
Mejor.
Consentimiento informado firmado.
Una firma preciosa en el folio azul oscuro.
Guantes de látex.
Colocados, capitán.
Máquina en perfecto funcionamiento.
Recemos que aguante su peso.
Venga, a intentarlo.
¡Teletranspórtame, Scotty!
—Muy buenas noches, señora. Vamos a realizarle un escáner para ver cómo está. ¿Se ha hecho uno anteriormente?
La mujer bajó del infinito a la tierra y despegó de nuevo.
»Señora —volvió a hablarle, en esta ocasión elevando el tono por si tenía problemas de audición, poniendo la mano en su hombro—, ¿me escucha usted bien?
Ella fijó la vista en el guante y luego en los ojos de Eduardo. Asintió con desidia.
»¡Buenas noches, señora! ¿Puede hablar?
—¡Sí puedo, idiota! ¿Dónde está mi hija? ¡Quiero ir con mi hija!
Comenzó a repetirlo sobre la estupefacción de Eduardo, cíclicamente, sin freno, con aquella voz aguda y rasposa propia de un gato al que le han pillado la cola con una mecedora.
—Su hija estará en la sala de espera de Urgencias Generales. No puede acompañarla hasta aquí. Vamos a tardar unos minutos nada más. Sólo necesito que usted se tumbe en una camilla y no se mueva nada, nada, mientras le hago la prueba que le he dicho. ¿De acuerdo?
—¡Mentiroso cabrón! ¡Mi hija está por fuera, en el otro lado! Se estará follando a alguien.
—Señora, no diga palabrotas por favor. Escúcheme. Verá a su hija dentro de poco, no vamos a tardar.
—Pues yo quiero ver a mi hija ahora y me quiero ir a casa.
—Ya, pero le digo que no es posible. Relájese. Es necesario que le hagamos esta prueba para que usted pueda irse a su casa cuanto antes.
—No me da la gana.
Torció el rostro, revolviéndose hasta que Eduardo apartó la mano de su hombro. La noche se le cerraba por momentos. En este tipo de ocasiones debía luchar con todas sus fuerzas para no devolver al paciente a su cama de origen de una patada.
Lo intentó de nuevo.
—¿No quiere hacerse la prueba entonces?
—Que no, que quiero a mi hija.
—¿Ha venido con usted? ¿Quiere que le diga al celador que la busque y venga aquí a acompañarla, haciendo una excepción?
—No puede venir —dijo, soltando un escupitajo verdoso en la pechera del camisón que se quedó temblando como un flan—. Es una guarra.
—¡Cómo no va a poder venir! ¡Sí es su hija! ¡No diga esas cosas! Mire, vamos a buscarla…
—¡Que le digo que no puede venir! No puede venir porque está muerta, la muy asquerosa. Se murió.
Eduardo notó como si un cubito de hielo descendiera por su columna vertebral. La firma del consentimiento parecía de mujer. Se recompuso y volvió a tratar de convencerla para que se hiciera la exploración.
—¿Y quién ha firmado este papel?
—Yo no quiero hacerme nada.
—Pero es que debería hacerse esta prueba, de verdad.
—Quiero irme a casa. Quiero irme a casa.
—Señora, escúcheme, por favor, cuanto antes…
—A casa, a casa, a casa…
—Por favor, tranquila y escúcheme…
—Casa, casa, casa…
Entró en un bucle desenfrenado gimiendo igual que un perro perdido en la playa. Su llanto retorcía las tripas de Eduardo, pero extrañamente no sentía lástima sino simple dolor físico, material. Aquella mirada no acompañaba el tono desamparado, exudaba una fijeza calculadora y despierta. Comenzaba a desesperarle; no parecía que fuera posible realizar la prueba y, a esas horas, no se encontraba con ganas para porfiar.
—Bueno, pues no pasa nada —claudicó en tono cariñoso y comprensivo—. Si no desea realizarse esta exploración, pese a la necesidad de la misma, el celador la llevará de nuevo a la sala de espera de Urgencias. Voy a llamarle para que venga y a decírselo también al médico.
Salió a la consola de operador mientras aquella mujer se bamboleaba adelante y atrás aferrándose a los reposabrazos de la silla. Descolgó el interfono. Marcó el número de retén. Comenzó a dar el tono de llamada.
—¡Espera! —dijo ella en un alarido seco de voz rasposa y aguda, despertando súbitamente de su ensimismamiento—. ¿Qué tendría que hacerme, cómo va a ser?
Eduardo colgó el teléfono y, con cierta esperanza, regresó al escáner para sentarse sobre la mesa de exploración con los pies colgando. Acarició la gomaespuma suave de aquella camilla deslizante que se introduciría en el enorme orificio, con el paciente dentro, para ir sacando lonchas imaginarias de su cabeza.
—Pues sólo tiene que tumbarse en esta camilla donde estoy sentado ahora mismo, apoyar la cabeza aquí —le asestó al reposacabezas de fibra de vidrio negra brillante unas palmadas cariñosas de compañerismo—. Y nada más. Sólo quedarse muy, muy quieta, mientras la mesa se mueve y entra por ese donus. Es amplio. No se va agobiar. Tiene mucho espacio. Ya lo ve —agitó la mano dentro del agujero del gantry como un prestidigitador que busca el conejo mágico en la chistera de un gigante—. Va a ser muy rápido, de verdad. Si me hace caso y se queda quieta, quieta, tan sólo dura diez minutos y podrán ver si le pasa algo malo.
Ella no apartaba la vista del técnico con expresión de niña a quien ponen los dibujos animados para mantenerla entretenida. La boca entreabierta derramaba un hilo de saliva brillante desde la comisura por la que intermitentemente sobresalía una punta de lengua carnosa igual que el culo de un cerdo entre maderos de la porqueriza. Arrugó la nariz. Los tres pelos blancos de su barbilla, antenas de insecto, brillaban bajo la luz incandescente como el sedal húmedo de un pescador.
—¿Tienes novia, muchacho?
—No, señora, no tengo novia.
—¿Y por qué no tienes novia?
—No lo sé. No tengo.
—¿Pero estás enamorado de alguna chica no?
—Todos lo estamos de alguien. ¿No cree?
—¿Una chica?
—Una mujer, señora.
Eduardo no concebía estar hablando de su vida sentimental sólo por seguir la corriente y convencerla de que se realizase la exploración. Pensó que quizá necesitaba expresar aquella tristeza que carcomía por dentro y siempre resultaba más fácil con un perfecto desconocido. Quizá por eso la gente iba al psicólogo o a recibir confesión. Tampoco importaba mucho. No la volvería a ver nunca. Se tragaría sus pecados y sus angustias.
—Y si la chica te pidiese hacerte esa prueba, aunque no haga falta, ¿lo harías?
—Sí.
La respuesta nadó sola y a contracorriente.
Sí, claro que lo haría. ¿Qué supondría unos minutos de intensa radiación a cambio de complacerla?
—¿Aunque luego no te diera ni un triste beso? ¿Aunque no te diera ni las gracias?
—Imagino que sí, lo haría.
—¡Eres todo un romántico enamorado de una mujer que no te corresponde!
Se carcajeó con retumbar de apisonadora que irrumpiese por la vidriera de una catedral en plena misa de gallo.
—¿Y cómo sabe que no me corresponde? Querrá ir despacio, estar segura.
Ella continuó riéndose con la boca medio fruncida por la que salían disparados salivazos inconscientes en aspersión desorientada. Regaron el suelo y los pantalones de Eduardo.
—Si te correspondiera no estarías con ese pesar empalagoso que me ha llegado desde la entrada del hospital… Me hace relamerme. ¡Eres un romántico y un pardillo! ¿Qué harías a cambio de un beso?
Le señaló con sus uñas en garra llenas de mugre.
—Bueno, creo que eso no tiene importancia. Pero cualquier cosa, supongo.
La verdad es que sí: cual-quier-co-sa. ¿Se va a hacer la puta prueba, vieja pesada, o prefiere seguir recordándome mi callejón sin salida para que me duela más la noche?
—O sea que harías lo que fuese por esa chica. Ella está sin duda por encima de ti en la cadena. Tiene todo el poder. Hasta podría meterte en ese trasto asqueroso que zumba tanto.
—Sí… Pero el asunto es que no me lo ha pedido, no lo va hacer nunca porque es una premisa absurda y, en realidad, es usted la que debe meterse dentro, pero porque lo pide el médico.
—Pues pídemelo tú.
¿Pero qué coño ha dicho?
—Perdón, creo que no la entiendo.
—Que me lo pidas tú, chaval, como si fuera tu abuela o tu madre, o la chica a la que amas tanto pero dentro de mucho, mucho tiempo.
»¿No querrías estar con ella dentro de mucho tiempo? ¿No estás tan enamorado como para eso?
—Sí —a Eduardo el corazón le cabalgaba en un Derby, sentía marearse, la mujer parecía enorme y él tan solo un chiquillo al que una vieja hedionda le había arrebatado una carta de amor caída en la calle—. La verdad es que sí.
—Yo también fui amada y perdí mi oportunidad, siempre estuve esperando a alguien más guapo, más listo, más rico…
—¿Pero no me ha dicho que tenía una hija? Entonces habrá estado casada.
—¡Mi hija está muerta, cabrón! ¿Me lo vas a pedir o no?
Eduardo, desatándose las cuerdas vocales y encogiendo la tripa, llenó los pulmones de aire y aguantó la respiración. Esperaba que, en cualquier momento, sonase el timbre que implicaba un disparo radiográfico y una voz le ordenase «¡Respire normal».
»No tenemos toda la noche, chico.
Hay que ver las cosas que llega a hacer uno por su trabajo.
—Señora, ¿sería usted tan amable de tumbarse aquí y someterse a esta prueba de radiodiagnóstico? Se lo pido por favor, hágalo por mí.
Movió la cabeza en afirmación triunfante y trató de ponerse de pie con mucha dificultad porque apenas aguantaba su propia masa. La silla, que no estaba frenada, se deslizó ligeramente hacia atrás amenazando con expulsarla de su seno. Eduardo, acostumbrado a estas problemáticas recurrentes en un hospital, inmovilizó las ruedas y la cogió por el brazo, sujetándola por la axila, acompañándola hacia el aparato.
Resultaba mucho más ligera de lo que imaginaba. Bajo su piel, rugosa y grasienta, parecía moverse un enjambre de insectos. El tacto era similar a meter la mano en la bolsa parafinada de cereales. Jadeaba a cada eterno paso. Los pañales de adulto, colgantes y hediondos, huían por sus piernas hasta mitad de los muslos. Se los colocó de nuevo en su sitio, apartando la vista, tras tumbarla en la mesa de exploración.
—Seguro que te encantaría que lo que subes fueran las bragas de tu chica después de beneficiártela. ¡Pero no lo son! ¡Son los picos de una vieja! Seguro que ella lleva lencería de lo fino, de lo pequeño. Es lo que yo llevaría si fuese una chica de ahora. ¡Para eso es mejor ni llevar bragas como la puta de mi hija!
Eduardo, sin hacer caso de sus obscenidades, ajustó su cabeza con el láser de centraje y la sujetó con las cinchas acolchadas de velcro, tratando de mantener el tono suplicante para que no dejase de colaborar en el transcurso de la exploración.
Empiezo a estar hasta las pelotas.
—Por favor, ahora tiene que permanecer callada, las manos cruzadas sobre el pecho. Y muy quieta. ¿Lo hará por mí?
Gruñó, obediente como respuesta. La cosa marchaba. Al salir, ella preguntó, a su espalda: «¿Venderías tu alma por tenerla?».
Introdujo sus datos en la consola y programó la exploración. Mientras el piloto rojo sobre la puerta advertía brillante de que la zona estaba siendo irradiada, fotografiando en hélice el interior del cráneo de la bruja, Eduardo pensó en la chica. Realmente estaba enamorado. Desconocía cómo había llegado a caer de nuevo en eso. Hace más de un año se prometió entre lágrimas que jamás volvería a ocurrir. No se puede luchar contra el amor, al parecer. No obstante, si no había surgido algo hasta ahora, ya no sucedería por mucho esfuerzo, entrega y cariño que mostrase. Una batalla tristemente perdida que, con seguridad, presagiaba más noches de insomnio y dolor. El escáner hizo su trabajo rápidamente. La mujer, detrás del cristal plomado, se revolvía sobre la camilla.
—No se mueva, señora, por favor, ya estamos terminando —le pidió, a través del micrófono.
 ¿Tanto se notaba su mal de amores?
¿Venderías tu alma por tenerla?
La preguntita de las narices se estaba montando una tienda de campaña mefistofélica en las circunvalaciones cerebrales que estimulaban el instinto reproductivo. Le había dado por acomodarse en el área septal.
Soñar es gratis, por el momento.
 Marcó el número del radiólogo de guardia, una joven muy alta, estilizada como un cisne a quien evitaba mirar con todas sus fuerzas en el día a día por su actitud altiva. También era mala suerte haber coincidido en el turno.
—¿Sí? —contestó una voz sedosa, medio adormilada.
—Hola, llamo del TAC, para que vieras el cráneo de Urgencia.
—Un segundo…
Al otro lado de la línea, escuchaba la respiración suave de la radiólogo. Le volvía loco esperar, odiaba las esperas innecesarias. También, por alguna razón, tenía ganas de vomitar aunque eso no estaba relacionado con ella.
»Se puede ir —sentenció finalmente.
—Una cosa… Por curiosidad, ya sabes que no soy muy bueno visualizando. ¿Tiene algo raro?
—Que no es lo tuyo ya lo sé cada vez que haces un estudio. La señora no tiene nada importante, las degeneraciones típicas de una edad avanzada —lo decía con una naturalidad serena y arrogante, como si ella fuese a quedar suspendida en su juventud sólo porque su belleza e intelecto lo merecen—. ¿Por qué?
—Por nada, la verdad. Curiosidad. Se comporta de forma extraña.
—Se te ve alterado —comentó en tono juguetón y displicente—. Deben ser las brujas, que andan de juerga. ¡Feliz noche de San Juan, por cierto! A ver si no me molestáis mucho.
Colgó sin dejarle tiempo a decir buenas noches.Mientras realizaba patéticamente un gesto de pulsar un botón, dedicó al auricular la melancólica y frustrada imitación de un mono. «Uh-uh-ah-ah».
La mujer comenzó a chillar.
De la sala de descanso salió Ildefonso, un celador escuálido y tenso como una lagartija, tragando de un golpe el último bocado de su quinto sándwich de la noche. Siempre comiendo y nunca engordaba, al contrario que Eduardo. Seguro que había firmado un pacto con el demonio. Le indicó con el brazo que se acercase y regresó junto a la bruja.
Le recibió el bofetón del aire acondicionado con ganas de marcha. Accionó el gantry para extraer la mesa, que salió de su interior deslizándose con parsimonia de barco fantasma. Ella no se movía, amortajada entre las sábanas de hospital. Ildefonso entro tímidamente y se colocó con la silla de ruedas junto al técnico.
—Hemos terminado la prueba —dijo Eduardo en voz alta—. ¡Ya está! Tenga cuidado al incorporarse.
Los ojos saltones permanecían cerrados.
»Señora… hemos acabado.
No podía decir si dormía o no respiraba. La tocó con reverencia temerosa. Estaba blandengue como un colchón viscoelástico.
»¿Puede oírme?
Comenzó a impacientarse.
Esto no, por favor, lo que me faltaba.
Su estómago practicaba gimnasia de competición olímpica, dando volteretas de barra en barra fija.
»Señora, ¿está usted bien?
Se acercó a su rostro para ver si obtenía respuesta.
—¡Me estoy meando, cabrón de mierda! —La bruja soltó un alarido que hendía los tímpanos, descubriendo aquellas dos deformes pelotas de ping-pong de iris heterocrómicos—. ¡Quiero mear! ¡Ahora!
Hija de la grandísima puta.
 —¡Podrá hacerlo en la Urgencia! —respondió, tratando de recuperarse del sobresalto—. ¡Además lleva pañales!
No era una respuesta muy considerada. Intentó disculparse.
»Menudo susto nos ha dado.
—Pues jódete.
Ildefonso sólo acertó a mascullar por lo bajo «vaya pieza». Resultaba complejo no pensar lo mismo, o algo peor. Eduardo ya se estaba cansando de todo este paripé. La historia le empezaba a resultar demasiado larga.
—Venga Ilde, se va.
»A ver, señora, tenemos que levantarnos y volver a la sillita, que aquí el compañero la lleva de vuelta donde el médico. Allí le dirán si puede hacer pis, si puede comer o si tienen que hacerle más pruebas.
Dios no quiera que en Rayos.
—No puedo moverme sola.
—La ayudamos, no se preocupe. Primero la pondremos erguida. A la de tres.
Uno…
El celador la tomó de los pies y él por las axilas dando gracias de llevar guantes. Tomaron aliento y tensaron los músculos con mirada de mozos de almacén que deben transportar un tresillo.
—A ver qué me vais a hacer, malnacidos.
Dos…
Durante una décima de segundo amagaron en falso para calcular si resultaba posible. Lo resultaba.
—¡Os voy a ver quemaros en el infierno!
¡Y tres!
La movieron en un solo bloque bajándole los pies al suelo y elevando su tronco. Ella se agarró a Eduardo, clavándole las garras a través del pijama. Sentía vitriolo inyectándose en sus músculos y soltó un quejido de doliente sorpresa.
—¡Dame un beso!
La bruja se lanzó hacia él con las fauces abiertas, sacando lengua y enseñando dientes de ruinas carcomidas por tormentas de barro. Su aliento jadeante formó una nube tóxica que atizó un golpe antirreglamentario a la pituitaria del técnico, cuya estabilidad gástrica decidió colgar el cartel de «cerrado por vacaciones». Le atraía hacia su boca con fuerza frenética e imparable de enajenación.
»¿Quieres el corazón de esa mujer? ¡Yo te lo conseguiré! Sólo tienes que sellarlo con un beso.
Eduardo, apenas a unos centímetros de su boca, giró el rostro e hizo palanca con las manos sobre la frente para evitar mordiscos. Le fallaban las fuerzas por la mezcla pestilente a orín, sudor rancio, sarro y saliva putrefacta. Un pulso desesperado contra un organismo alienígena que trataba de implantarle huevos por el esófago.
—¡Apártese loca! ¡Apártese!
—Dame un beso, muchacho, y mañana ella borrará el recuerdo con sus propios labios, con su cuerpo y su ternura, con su amor por ti —le llenaba el pijama de espumarajos amarillentos—. Un beso, chico, dame un sólo beso y lo tendrás todo.
Perdía terreno. Ganaba el pulso la bruja, la puta vieja. Mareado, como si drenase su vigor, sólo pensaba en la chica de sus sueños, deseando que fuera su compañera para abandonarse en esos brazos cálidos de mujer joven y claudicar, olvidar todo, olvidarse de sí mismo…
Con los labios a tan solo unos milímetros, el celador tiró de ella desde atrás violentamente y consiguió sentarla en la silla de ruedas. La mujer lanzaba dentelladas inútiles, trataba de arañar sin éxito.
»¡Piénsalo! ¡Estas a tiempo! ¿Qué es un beso? Nada a cambio de todo. ¡Nada a cambio de ella!
Ildefonso le ajustó unas correas manteniéndola en posición y a distancia con la rodilla sobre el vientre. La mujer volvió a su estado pasivo, sin dejar de repetir «un beso, un beso, beso, beso…», mirando a Eduardo alucinada, poseída. Tras asegurarse de que estaba firmemente sujeta y no representaba un peligro, se enjugó la frente.
—¡Qué cabrón eres, le has hecho la cobra, pobrecita!
—¡Llévatela! ¡Y vete a tomar por culo!
En ese momento, alertada por los gritos, apareció su compañera, una mujer de pelo entrecano no teñido deliberadamente, aura metódica intelectual y madura belleza serena.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó con tono analítico.
—Nada —contestó el celador mientras se perdía por la oscuridad del pasillo a todo trapo y la mujer seguía gritando: «¡Muchacho! ¿Qué es un beso comparado con la felicidad?».
»El Edu, que ha ligao
—¿Necesitas tomarte un rato de descanso, compañero? —inquirió tras sus gafas imperturbables de pasta después de analizar los restos de la escena.
—Oh, sí, por favor.
—Adelante, no te cortes. Yo me encargo.
Eduardo se derrumbó en el sofá del estar tras beberse cuatro vasos de plástico llenos de agua.
Las tripas a aquello, la cabeza a lo suyo.
Ambos a dar vueltas en un carrusel de preguntas y pestilencia blasfema. La bruja se había ido volando en su escoba rodante, pero dejando ese sentimiento irreal de haber perdido la oportunidad de conseguir al amor de su vida.
Sólo a cambio de un beso de nada¿Y qué es un beso, qué representa en la oficina de divisas por la felicidad?
Sonó el interfono. Le resultaba irresponsable no contestar teniéndolo al lado.
—Rayos…
—¡Y centellas! ¡O mejor centollos! —Era Ildefonso.
»Oye, tu novia está aquí y se va de alta dentro de poco, que si quieres decirle algo. Se ha quedado muy obsesionada contigo.
Era «una de esas noches» y el celador tenía ganas de broma.
—Dile que lo nuestro es imposible. Ya le llamaré. Estoy trabajando.
Colgó. Un puñetazo ardiente se abría camino desde la boca del estómago.
¡Coja mucho aire!
Salió disparado hacia el aseo, pasando delante de su atónita compañera. Cayó ante el retrete de rodillas como el adorador de una deidad pagana y pretérita.
¡No respire!
Vomitó. Hasta quedarse sin oxígeno en los pulmones, hasta que sólo expulsó bilis radioactiva y las luces automáticas se apagaron, dejándolo completamente solo en la oscuridad.
Respire normal.         
A su espalda, creyó escuchar al demonio partiéndose de risa.

El busto de Lovecraft...

El busto de Lovecraft...

Sígueme en Facebook

Translate/Traducir

Entradas populares

Un blog se alimenta...