Un nuevo año

Es enero y un nuevo año, como reza el poema de mi admirado Mark Strand.

Hace muchísimo que no escribo en esta bitácora. Que no escribo, en general. Las razones son muchas pero ninguna debería tener peso: soy escritor y, decía un buen maestro, los escritores escriben, da lo mismo qué, escriben. El abandono de estos esperpentos líricos en un País de las Maravillas no puede continuar. Desconozco la constancia pero me lo he impuesto como obligación con la esperanza, quizá vana, de que vuelva a mí aquello que ya son sólo brasas pero fue una religión.

En efecto, casi he perdido la fe y, ante todo, yo era —quiero creer que aún lo soy— un hombre de fe: en el perdón, el amor, la amistad y lo auténtico. Quizá un soñador, un romántico, un crédulo, un inocente. Posiblemente cierto. 

El pasado día de los Santos Inocentes quedé con una amiga y sus hijos en un centro comercial de las afueras de Madrid para ver una exposición de maquetas fabricadas con piezas de Lego.

Inciso/apunte para progenitores y otros frikis: exposición onerosa para el bolsillo cuyo interior
transmuta el gasto en estafa; sólo merecen la pena un par de maquetas (entre las que se encuentra el Destructor Imperial de Darth Vader, el Ejecutor) y la parte final en el que se suelta a los niños en una suerte de pradera interior donde se embarcan en una obscena bacanal caótica de piezas heterogéneas y su montaje durante un bucle que, si no detienes a tiempo, podría alargarse hasta el día del Juicio Final; mientras quizá encuentres un pequeño espacio donde desplomarte, emulando a los mendigos sobre un purgatorio de suelo enmoquetado y polvoriento, para preguntarte qué diantres estás haciendo allí en plenas fiestas navideñas junto a gente zombificada que se pelea a navaja abierta por una plaza de aparcamiento para luego hacer cola en tiendas. ¿Cuánto pagaría uno por esos minutos en el momento de los estertores finales de su existencia? No obstante, utilicé viaje y búsqueda de sitio para cantar, hablar y jugar con mis hijos. Porque en esta vida hay que ser un poco alquimista y transformar situaciones, haciendo dos cosas al unísono, para aprovecharla. Química de lo agradable para soportar lo inevitable y molesto.

Mientras paseábamos entre descerebrados por las compras, cuando le acompañaba al servicio, uno de los hijos de mi amiga, a quien quiero de verdad, de forma especial y sincera, me ofreció un abrazo cálido que me hizo sentir realmente bien, como si la realidad se colocase en su sitio de esperanza contra el caos y la infamia de este mundo; todo cobraba sentido y los agentes de la Luz finalmente ganarán la batalla. Suele ocurrirme con pocas personas que no sean aquellos que considero familia y, siempre, con mis propios hijos. Sonreí. Alegre. Positivo. Me llamó la atención cómo, en el pasillo, junto a un enchufe, un hombre de mediana edad esperaba sentado en el suelo a que su teléfono móvil recuperase la carga. A eso me refería. ¿Es tan imprescindible la carga de un teléfono? No quise juzgar. Quizá tuviera algún familiar enfermo, o una pareja lejos, o alguna otra situación que le obligase a una batería en plena forma.  Cuando se aflojó el abrazo, continuamos caminando por esos ciclópeos vomitorios que pretenden emular una construcción de la arquitectura clásica grecorromana en un canto vergonzoso al declive de la civilización occidental y todas sus premisas morales y esquemas mentales.

«Es Navidad», pensé. «Aunque esté resultando la peor Navidad de mi vida, victoriosa por el momento en su lucha encarnizada con la del año de mi divorcio, démosle una nueva oportunidad después de este abrazo». 

—Don Fernando... Siento interrumpirle en sus reflexiones llenas de esperanza, pero... —dijo el busto, jadeante y asfixiado por el calor y el hedor de todos los seres humanos allí reunidos, en un titánico esfuerzo por mantener nuestro ritmo a base de saltos de peana.
—¿Qué ocurre, querido amigo? Por cierto, me alegra verle de nuevo acompañándome...
—Por un lado, siempre estoy aquí, aunque no me otorgue voz en su ficción estable. Y siempre estaré... No obstante, creo que debería revisar su espalda. 
—¿Mi espalda? ¿A qué se refiere? 

En una maniobra dolorosa para  mis hombros maltrechos, mientras el manguito de rotadores punzaba, los dedos tocaron algo. Un papel. Pegado. Se trataba de un «Post-It» canónico, amarillo orina, que llevaba escrito a rotulador, en caligrafía infantil y mayúsculas, la palabra «INOCENTE». 

Suspiré con esa espiración de la decepción tragicómica. El abrazo sólo era una treta para colocar el papel. 

—Lo siento, Don Fernando...
—No pasa nada. Es el día de los inocentes.

El niño, por supuesto, no tiene la culpa de nada. Es quizá una de las personas más maravillosas que tengo el honor de conocer. Me siento honrado que me haya elegido como objetivo de la broma. Pero todo tiene dos caras en el punto de vista de un escritor y, en ocasiones, la serendipia hace acto de presencia con todo el peso de la evidencia y se nos rompe un mimbre muy pequeño aquí o allá, una fibra del corazón o la esperanza. Un manguito de rotadores en el cinturón escápulo humeral de nuestras creencias, de nuestra fe. Se nos humedece la garganta en asfixia existencial; la mano invisible de la Diosa Blanca nos recuerda que por algo somos escritores, por algo sus súbditos aunque no tengamos la capacidad de verla plenamente, la intuición o premonición mítica. 

Más tarde, de nuevo camino al servicio, reencontré al hombre del enchufe. Sentado en una terraza —¿se le puede llamar terraza a las mesas exteriores de una cadena de comida basura bajo techo?— con quien imaginé su pareja. Ambos absortos, sin hablarse, con sus teléfonos. Pasé cerca de él y, aunque mi vista no da de sí para detalles, las manchas luminosas y el sonido a todo volumen indicaban que se afanaba en un juego de fútbol, a plena carga.

Miré al busto y, por primera vez en muchos años, no apunté nada en el móvil. Al llegar a casa busqué  la última Moleskine en mi cartera en coma de la escritura. Crujió al abrirse como el ataúd de una tumba profanada. El aullido de lo inefable, el diario de un espectro. Tomé un par de notas con un bolígrafo que, para mi enorme sorpresa, aún permanecía entre sus páginas desde la última vez que presenté un libro. 

Garabatee una palabra, en mayúsculas, casi con letra de niño que gasta una broma. Inocente.

—Gol —dijo el busto, enmarcándose a su estante, antes de quedarse dormido. 

En efecto, gol. Inocente. 

La tarde siguiente, después de dejar a mis hijos en el periodo de custodia estival correspondiente en manos de su abuelo materno —se me hacen muy largas las semanas sin sus abrazos—, me hice con una nueva Moleskine, formato agenda diaria, voluminosa, tapa blanda, negro riguroso y goma elástica, para ir registrando de nuevo mi ficción estable y recordar los momentos importantes y las citas ineludibles con el destino. Un diario, una memoria de mis cicatrices. 

Aunque el abrazo fuera sólo de ese plástico que arranca la sonrisa del adulto y rompe el corazón al poeta, gracias a ese niño ahora estoy aquí, el primer día de enero, escribiendo. 

Insomne aún de tanta espera que no parece culminarse y maldiciendo esos versos consejeros de que, si vas a partir a Itaca, pide que el camino sea largo. Lleva mucho tiempo siendo muy, muy largo, señor Kavafis, y me siento muy solo. Este año me ha dejado un poso de cola amarga, una herida abierta en la esperanza, muchos reveses y, después del verano, unas gruesas gafas de presbicia que, hace una hora, resbalaron y ya lucen su primera muesca en el cristal semejante a una mancha macular sobre la que escribo estas palabras, a las seis y media de la mañana entre el insomnio y la fiebre. 

Desnudo, inclinado igual que una alcayata sobre un ordenador con motivos de la «Guerra de las Galaxias» que comienza a quejarse de que siempre lo trate con poco respeto. Hace frío. Nuevo ciclo. Nueva década esperando. Nueva entrada de bitácora del que, una vez, utilizó como apodo «The Night Stalker» en honor a un personaje de una serie clásica de terror y un par de películas de los años sesenta: Karl Kolchak, que resolvía los entuertos pero todo le salía mal. Un especie de «Teniente Colombo» pero con casos sobrenaturales. 

Aquí sigo sin rendirme, mis rodillas no son las mismas, los dientes crujen y mi fe está en horas muy bajas.... Pero, citando a Mark Strand, de nuevo, es enero y un nuevo año.

Hasta la próxima grabación y recordad que siempre hay algo bueno y malo en la Verdad: todo el mundo tiene una.

Buenas noches, Nueva Orleans.  


El busto de Lovecraft...

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