Relato: "Comegente"

Feliz Halloween a todos. 

Como adoro este día, me apetecía compartir algo especial y así retomar con fuerza la actividad en Buenas Noches Nueva Orleans, que por motivos de trabajo lo tengo un poco abandonado y eso no puede ser. 

Así que os dejo hoy, noche de historias de miedo, mi Comegente, uno de los cuentos más celebrados de "Montaña Rusa" [Vitruvio, 2016]. Previamente cosechó el "Premio Nosferatu" de la prestigiosa revista "Calabazas en el Trastero" [Editorial Saco de Huesos, 2015]. 

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Comegente

No despertéis a la serpiente
por miedo a que ella pierda su camino.
Percy B. Shelley.

El padre Amézquita despierta de madrugada con el recuerdo del negro amarrado al naranjo.
Le pasa todas las noches de viernes.
Su mundo de fe blanca y razón se diluye. La sonrisa de esqueleto del negro se oculta en los pliegues de las sábanas revueltas; sus manos, en la tirantez de un camisón cada vez más estrecho.
Serpientes en una tina de ropa sucia y anegada de sudor.
Se arrodilla en la noche. Los codos reposan en el colchón, la tripa reposa en los muslos, la fe reposa en un rosario enroscado entre los dedos para retener la esperanza a base de acariciar cuentas negras que llevan tiempo en números rojos.
Su vientre hinchado se retuerce, suplica un espacio que a la piel tensa no le queda para ofrecer. Las convulsiones esofágicas avisan de que el contenido se buscará la vida por otro lado, por las altas instancias.
Empacharse resulta común en cualquier sacerdote: incluso el más pobre disfruta de una mesa demasiado abundante frente a una mesura en horas bajas.
Pero Amézquita sólo transpira y trata de contener las náuseas mientras reza a un Dios que ha cerrado el despacho incluso para los empleados de alto rango. Él no ha cenado. Nunca cena en las noches de viernes.
Desde hace mucho.
Desde aquélla en que trasladaron al negro y tuvieron que parar en Sabana de la Paciencia porque el aguacero les inundó las calzas de lluvia caliente y los ánimos de sudor frío.


Lo habían llevado arando con su cuerpo todo el camino desde Cercado Alto, pero no parecía afectarle trastabillar, sangrar por las cadenas, tambalearse como un adorno colgando de una silla de monta.
Tenía los pies muy pequeños y la piel muy clara para ser un negro. Siempre andaba sonriendo con su boca blanca como pintada de cal viva y sus ojos mirando fijos al vacío porque él miraba al Otro Mundo. O eso decía cuando alguno de los piquetes le golpeaba y preguntaba dónde coño estaba mirando. Aunque a nadie le importase, más allá de la excusa para un latigazo, donde coño miraba.
Al padre, de todos modos, no le gustaba la palabra «coño».
Lo peor era que el condenado se adelantaba incluso en la reprimenda moral. «Cállense, bestias, que hay delante un padrecito. El sacerdote no vio concho  en su vida salvo los pocos en las alacenas de mi casa, curados en su propia manteca… ¿no, padrecito? ¿Eran los primeros que vio?».
La patada en la cara desde un caballo cortó su risa.
Amézquita pensaba disgustado en cuánta razón tenía. No volvería a sufrir por la atracción sensual de la carne. Ninguna carne. Allí donde fracasaron las lecturas sobre el infierno, la gula y la lujuria, había triunfado un solo hombre loco. La cuaresma perpetua.
Aquel perturbado le había reservado un asiento en el paraíso el mismo día que irrumpieron en su choza para prenderlo, no muy lejos de Cercado Alto. El joven sacerdote acompañaba al oficial Núñez y a un criollo de nombre Antonio que sabía mucho de la magia de los negros. Precisamente en la festividad de San Antonio les condujo hasta su puerta empleando un bejuco de brujas.
Un pene de niño pendía clavado de la puerta que echaron abajo, presos del asco.

—Quizá el padrecito prefiere las pijitas pequeñas, por eso bien que se la anda recordando para sus adentros —Amézquita le miró como a una misiva de aviso de  desahucio—. ¿Le gustó el presente que le dejé de bienvenida, padrecito?
—¡Silencio el preso, joder! —Gritó el oficial Núñez; acompañó la orden con un culatazo de mosquete que dejó las rodillas del preso en el suelo como las del penitente que sufre con orgullo—. ¡Puto indio!
En La Hispaniola, todo lo que no era un criollo era un sinónimo de esclavo. A Núñez le habían ordenado trasportar al haitiano aceptablemente como para que sufriera cuando lo ahorcasen al día siguiente, sin juicio, en Santo Domingo. No se retractaba de sus actos sino que se jactaba de ellos. Según averiguaron, se trataba de un hombre libre, de nombre Luis Beltrán. Atacaba a las mujeres y a los más jóvenes, pero huía de los hombres fuertes porque él mismo no gozaba de gran envergadura.
Prefería esconderse como las serpientes.
Mientras montaban campamento, lo dejaron atado a un naranjo del claro. Tan sujeto como si pudiera llevárselo una ráfaga de brisa. Con algo de comida en un cuenco, el padre se encaminó hacia él, determinado a cumplir con su cometido espiritual. El preso recibía la lluvia en su rostro. Con alegría, la dejaba fluir por su barba embarrada de besar suelo, la recogía con los labios, se comía el aire a mordiscos de animal que acecha, de faro mentiroso en una tormenta. No dejaba de sonreír mostrando todos los dientes como un diablo que aguarda, con paciencia, la llegada de un niño. Los pocos andrajos que vestía se le pegaban a su piel. En lugar de una bestia amarrada, recordaba más bien a una serpiente enroscada en una rama.
—¿Viene a visitar al comegente, padrecito? —le saludó, apenas un susurro, mirando a la eternidad.
Así le llamaban por todas partes. El negro ignoto, el comedor de gente. La isla era un cuarto muy pequeño y él había visitado todas sus esquinas, desde Santiago a Macoris, en compañía de su colín vaciado  y sus fetiches: cuentas, tabas, ron, plumas. La propia ambición de su hambre representaba el coto de su terreno de caza.

Cuando allanaron su refugio, lo encontraron sentado a una mesa y envuelto en las volutas suspendidas de un cigarro. No se inmutó. Sólo fumaba y miraba, fijamente, balanceándose sobre las patas traseras de una silla que agonizaba a crujidos. Sorbía del contenido espeso de una botella polvorienta. Entre tragos, canturreaba con voz tan densa y oscura como aquel líquido. Aspiraba, rechinando los dientes, extendiendo los carrillos y fosas nasales, en un silbido de cobra. Después, soplaba en aspersión el humo y el fluido. Rociaba lo que parecían unos dados irregulares de marfil. Resultaron ser muelas de leche talladas. Las usaba para adivinar el futuro, o eso decía. Afirmaba ser un bokor  que llevaba largo tiempo esperando a sus captores. Incluso en penumbra se percibía, pintada sobre su rostro, una calavera granate. «No se me queden en la puerta y entren, que los umbrales están para cruzarlos. Justito se anda cociendo la cena. No tengo más sillas pero, si gustan y me honran, están convidados».

—Hijo… ¿no quieres poner en paz tu alma con Dios? —Dijo el padre, ofreciéndole el cuenco de comida, que se anegaba bajo la lluvia.
—Padre, ya tengo el alma en paz. Es noche de viernes —sonrió. No le faltaban dientes, uno podía reflejarse en los suyos como en la leche derramada—. Voy en paz con los dioses. Es su Cristo el que nunca está en paz con nadie.

No opuso resistencia alguna.
Núñez y el criollo lo apuntaban y el sacerdote procedió al registro. No precisó de gran esfuerzo para encontrar pruebas. Por todo el cuarto, yacían, en diferentes orzas y conservados en su grasa, fragmentos de carne humana: nalgas, muslos y partes pudendas sobre todo. De las paredes colgaban adornos rituales, dioses obscenos tallados sobre fémures limpios de madres raptadas, exuberantes copas compuestas con los cráneos de ancianas engañadas, afiladas coronas y collares engarzados con tendones y costillas de adolescentes perdidos. Todos los instrumentos, los cubiertos, sin embargo, eran de plata brillante. Todas sus víctimas, gente humilde, de campo, desvalida.

—Piensa, hijo. Cristo te ama aunque estés perdido, aunque el diablo te haya llevado por el camino del mal. Pero aún estás a tiempo de salvar tu alma. No niegues el cuerpo y la sangre de Cristo.
—¿Quiere salvar mi alma o convidarme a la última cena, padrecito? No se moleste, que ya ando hasta las trancas de carne y sangre. Pero aún queda para usted, si quiere. Yo nunca me como los dedos de las manos ni de los pies…

La noche les había capturado en la choza. Apestaba a paja, a reptiles, a ropa sucia y húmeda. La única luz nacía de un hogar donde borboteaba un enorme puchero que pendía ahorcado sobre las brasas. El inquieto contenido quería abrirse paso a base de empujar vapor contra el metal. «Se tuesta la cena», dijo.
Pero lo que se quemó fue algo en el interior del sacerdote cuando levantó la tapa con la cautela de quien abre un ataúd profanado.
«El corazón es lo más duro de una mujer. Vea que hay que ablandarlo con mucho amor primero, con mucha paciencia. Aunque usted no sabe nada de mujeres ni de pucheros, ¿verdad, padrecito? Se lo pierde, sí que se lo pierde. ¡Están pero que bien ricas!». Iluminados por los reflejos del cigarro, sus ojos muy abiertos se perdían en otros mundos. Ninguno de los presentes era capaz de sostener esa mirada. Parecía arrastrarte al silencio, a un paseo sobre el filo impaciente de un machete.
Las tinieblas hendían los surcos de su rostro, arrugas de alguien que nunca fue joven, que enterró sus sueños en un cruce de caminos por simple placer y que ahora, de regreso, disfrutaba sentado en paz, jugando con un rosario de cuentas negras que llevaba al cuello. Se lo había arrebatado a la dueña del corazón junto a un pedazo de enaguas y unos mechones de cabello, anudados sobre la cruz con una cintilla de seda celeste. «Esto es para mantener su alma conmigo para cuando me pasen ustedes a la otra vida, que ya andan tardando».

Con ese rosario, Amézquita presenció, tres madrugadas después, la ejecución del comegente en la plaza mayor de Santo Domingo. Las moscas se adelantaron a los cuervos en aprovechar un festín de condenados; pero los restos del negro no aparecieron por ninguna parte bajo el cadalso. Llegaron rumores de que lo habían visto en Haití, vagando por los caminos, semanas después. El sol secó pronto las memorias de la gente, pero el alma y los pies del padre siguieron húmedos entre tinieblas.

Ahora sostiene ese mismo rosario, implora ayuda a Dios para que su abdomen no se extienda asfixiándole en su camisón cada madrugada de viernes. Suplica no verse obligado a hincar las rodillas en un suelo de penitencia indispuesta, tambaleándose como un ahorcado o un adorno en una silla de monta.
«Los dedos me dan rechazo. Son callosos y los huesos son pequeños».
Reza mientras su esófago se contrae incapaz de retener el contenido que lo satura, aún en ayunas. Reza en latín, pero Dios le tiene en una lista de tareas pendientes que se olvidó en el excusado. Lleva tanto tiempo dándole esquinazo como Amézquita sometido a cuaresma.
«Se engullen sin darse cuenta. Se le aferran a las tripas y luego uno se pone peor que una cerda parturienta durante la matanza».
Un contenido que busca su espacio a borbotones, que se abre paso por las altas instancias hacia una jofaina de plata recogida, al límite, de debajo del colchón.
Una expulsión roja y salada, intermitente y brusca.
Un sonido de dados contra una mesa, de cuentas contra metal.
De lluvia.
Sólo que las cuentas son trozos de hueso.
«Si quiere, le convido. Se queda las manitas todas para usted. Se las puede acompañar bien ricas con la sangre de su Cristo todos los viernes».
Falanges de niña, de anciana, de mujer que ha perdido el corazón.
«¿Me recordará, padrecito?».

Blancas y reflectantes como la dentadura de un negro amarrado a un naranjo.

El busto de Lovecraft...

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